Durante su visita a Chile, Francisco pronunció una auténtica joya de homilética, arte en el que es un consumado experto. La proporción entre forma y contenido de su discurso es exquisita. En ella, con maestría y solvencia aborda los más graves desafíos de la Iglesia chilena, paralelos en gran medida a los de la mexicana. La crisis de la pedofilia, el desprestigio de la Iglesia y la tentación del desaliento se dan cita en sus palabras, rezumando todo ello, a un tiempo y paradójicamente, realismo y esperanza.
Las consideraciones de Francisco denotan una profunda espiritualidad y un agudo realismo. “Coge al toro por los cuernos”, habla de la llaga más dolorosa que hiere a la Iglesia: La pedofilia de algunos -pocos en proporción- de sus ministros. Ya había pedido perdón con profunda vergüenza delante de las autoridades políticas chilenas. Ahora que “juega en casa”, lo vuelve a hacer, pues es el desafío que afronta la Iglesia y no puede obviarse. En efecto, en gran medida por este motivo, la popularidad y la aceptación de la Iglesia en Chile ha caído a la mitad respecto de la que tenía durante el viaje de Juan Pablo II hace 30 años. El porcentaje de ateos y agnósticos se ha disparado, a la escasez de vocaciones se han unido multitud de deserciones. No está ahora la Iglesia para discursos triunfalistas o de ocasión.
“¿Cómo es la Iglesia que tú amas?” pregunta Francisco a los consagrados de Chile, y en ellos podemos incluirnos todos aquellos que la amamos, seamos o no consagrados. “¿Amas a esta Iglesia herida que encuentra vida en las llagas de Jesús?” La Iglesia real, la que se encarna en nosotros, con nuestras miserias. El Papa ama a la Iglesia real, con rostro. No ama las abstracciones, las ideas, los ideales, el “deber ser”. Y ahora la Iglesia está herida, por la llaga más dura, la del pecado de sus hijos. No podemos tampoco erigirnos en verdugos de los criminales pederastas porque también nosotros somos pecadores.
Ahora bien, en la meditación de Francisco, esta realidad es una oportunidad. “Los invito a que pidamos a Dios nos dé la lucidez de llamar a la realidad por su nombre, la valentía de pedir perdón y la capacidad de aprender a escuchar”. No necesitamos eufemismos, no queremos mirar, nerviosos, a otra parte. Por el contrario, debemos hacernos cargo de la realidad y, si es dura, saber que precisamente por eso tenemos la compañía del Señor, para ser capaces de afrontarla y remediarla, para aprovechar la crisis creciendo y madurando, para depurar lo superfluo y deponer nuestro orgullo y suficiencia, para preguntarnos una y otra vez, ¿qué quiere decirnos Jesús con esto?
La crisis nos ubica en nuestro lugar. Se lo dice a sacerdotes y religiosos, pero puede aplicarse a la Iglesia en su totalidad: “No estamos aquí porque seamos mejores que otros. No somos superhéroes que, desde la altura, bajan a encontrarse con los «mortales». Más bien somos enviados con la conciencia de ser hombres y mujeres perdonados. Y esa es la fuente de nuestra alegría”. Afrontar la realidad no está peleado con la paz, la alegría y la esperanza precisamente porque nos sabemos perdonados.
Todo ello rezuma un misterioso sentido, que nos ayuda a entendernos y a colocarnos en nuestro sitio, sabiendo que no somos el centro; el centro es Jesús. La experiencia de tener miserias y haber sido perdonados, el sabernos amados incondicionalmente nos ayuda a proyectar una luz de esperanza en quienes aún no lo han descubierto. “Una Iglesia con llagas es capaz de comprender las llagas del mundo de hoy y hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y buscar sanarlas. Una Iglesia con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, sino que pone allí al único que puede sanar las heridas y tiene nombre: Jesucristo”. El Papa sabe que estamos en un mundo herido, y entiende que una Iglesia herida puede comprender y compadecer mejor a ese mundo, pues en definitiva ambos necesitamos al mismo Salvador, mostrándonos la Iglesia el camino para encontrarlo.
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