El Papa Francisco vuelve al núcleo de la cuestión: ¿qué significa ser cristiano?, y no en abstracto, sino en el mundo de hoy, tal como es, con sus problemáticas y desafíos. ¿Qué significa seguir a Cristo?, ¿cómo se manifiesta ese seguimiento en nuestra vida diaria y en la sociedad? La respuesta solo puede ser una: santidad. Con su nueva Exhortación Apostólica “Gaudete et exultate”, valga la redundancia, nos exhorta a ser santos, o lo que es lo mismo, cristianos auténticos. ¿Qué quiere decir eso? Nada más y nada menos que tomarnos a Dios en serio, tomarnos el mensaje de Jesús en serio, tomarse en serio el compromiso bautismal hasta sus últimas consecuencias. Es decir, si somos, ¡somos!; si vamos a seguir a Cristo, que sea de verdad. Se trata de una invitación a ser católicos cien por cien o, si se prefiere, a no ser mediocres y a esforzarnos por vivir en plenitud la llamada que a todos Dios nos dirige.
Y es que ciertamente un cristianismo aguado no llena a nadie: ni a la sed de eternidad e infinito que anida en nuestros corazones, ni a las acuciantes necesidades de nuestra sociedad. Solo es capaz de llenar el corazón y responder a los desafíos del mundo secularizado un cristianismo vivido con radicalidad. Por eso Francisco comienza y termina del mismo modo: “Mi humilde objetivo es hacer resonar el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades” (n. 2). “Espero que estas páginas sean útiles para que toda la Iglesia se dedique a promover el deseo de la santidad. Pidamos que el Espíritu Santo infunda en nosotros un intenso anhelo de ser santos” (n. 177).
Ahora bien, Francisco, sin aguar la santidad, precisa y delimita este concepto, de forma que sea muy cercano y accesible. Por eso nos anima a “perder el miedo a ser santos”, y nos recuerda que todos podemos serlo. Quiere quitarnos el cliché de que el santo por ser extraordinario es raro, haciéndonos considerar que en realidad la santidad estriba en hacer extraordinariamente las cosas ordinarias.
En este sentido, quizá los pasajes más deliciosos del texto, son aquellos en los que Francisco deja entrever su talante pastoral, su cercanía a las personas y realidades concretas, que describe además, sugestivamente, con expresiones cargadas de significado: “Los santos de la puerta de al lado” o “la clase media de la santidad”, dejando ver que es nuestra existencia cotidiana el lugar por excelencia de nuestro encuentro con Jesucristo y de la realización de nuestra misión.
Dos ejemplos: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo” (n. 7). Y poco más adelante: “Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa… ¿Eres trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales” (n. 14).
Muchos más ejemplos de la materialización y concreción de la santidad en la vida corriente nos ofrece Francisco, porque, eso sí, se manifiesta “enemigo” de las teorías, busca una santidad encarnada en actos concretos de personas concretas. Vale la pena leer personalmente el sugestivo texto desentrañando su riqueza pero, sobre todo, viendo cómo podemos incorporar sus continuas invitaciones a nuestra vida diaria.
Cabe decir, sin pretensiones de exhaustividad, que el documento abunda en dos de los peligros que acechan a la espiritualidad católica y que Francisco con frecuencia ha denunciado: un nuevo gnosticismo y una nueva forma de pelagianismo (El último documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, “Placuit Deo” aborda expresamente esta problemática). Concreta esa búsqueda de la santidad siguiendo las enseñanzas de Jesucristo, particularmente las Bienaventuranzas y “el gran protocolo” (así lo denomina) contenido en el discurso que san Mateo nos transmite (25, 31-46) donde resumidamente afirma: “cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Alerta contra el principal enemigo de la santidad, que es una entidad espiritual y personal, el demonio (cuando recientemente algunos habían puesto en duda su existencia) y muchas cosas más.
Queda una pregunta en el aire, ¿le faltó algo? Aunque expresamente aclara al principio que no busca agotar el tema y tratar todo lo que se refiere a la santidad, a juicio personal se nota un vacío importante en lo que se refiere a la santidad en las circunstancias reales del mundo actual: Reconocer el valor que tienen las distintas formas de trabajo en sí mismas, como camino y llamada para reconciliar el mundo con Dios. Es decir, afirmar que se puede santificar el trabajo mismo y no solo santificarse con el trabajo y santificar a los demás con el trabajo. Como decía san Josemaría: el trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor, reconociéndolo así como una categoría teológica, como una misión y una forma de consagrar este mundo para Dios. Quizá le faltó a Francisco conocer o tomar más en cuenta las enseñanzas de este santo contemporáneo.
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