Las riquezas de la Iglesia

Con cierta frecuencia se escuchan comentarios de indignación, sobre todo entre gente joven, por las “riquezas de la Iglesia.” Un buen amigo, compartía, por ejemplo, un video muy bien elaborado de alguien que había recorrido el mundo, descubriendo cómo en todas partes podían observarse dos cosas: ricos templos religiosos y pobreza. El video, de un minuto de duración, hacía un silogismo sencillo: “no sería mejor emplear ese dinero en aliviar la pobreza en lugar de construir hermosos templos.” (Muy semejante al razonamiento de judas, para los conocedores del evangelio). A primera vista parece un argumento contundente pues, efectivamente, Dios es espíritu y no necesita de nuestros templos, menos de nuestros tesoros, siendo lo más valioso que hay en el mundo, no el oro ni la plata, sino el hombre mismo, creado a imagen y semejanza de Dios.

Sin embargo, tal razonamiento no deja de ser simplista, por abordar la problemática desde una perspectiva muy estrecha, olvidando el cuadro completo. Muchas veces es también una argumentación ingenua, porque detrás de esa “preocupación por los pobres” se enmascaran, frecuentemente, ocultos intereses ideológicos o políticos. 

Tristemente, mucha gente buena, idealista, sirve de corifeo a estos grupos de poder, haciendo las veces de “tontos útiles.”

Así, por ejemplo, nos extrañamos del lujo de los lugares de culto dedicados a Dios, pero olvidamos que el pueblo que los creó también disfruta de esos lugares de culto. No nos damos cuenta, además, de que estarán al servicio de las necesidades espirituales de ricos y pobres a lo largo de los siglos. Olvidamos que son también la expresión más pura del patrimonio cultural, artístico y espiritual de un pueblo. Es decir, esa riqueza material expresa la riqueza espiritual de un pueblo, una cultura, una civilización y, por lo tanto, no tiene precio. Pueden disfrutar de ella, como de hecho sucede, personas de otros credos o sin fe, maravillándose de la belleza que es capaz de producir el arte religioso.

¿Cuánto vale la catedral de Notre Dame?, ¿Cuánto vale la Basílica de san Pedro?, ¿cuánto vale la Piedad de Miguel Ángel? Y sin embargo, todos pueden disfrutar gratuitamente de ellas. ¿Preferirirímos que fueran la propiedad privada de un jeque árabe?, ¿que le sirviera de recinto para su harén? La auténtica belleza no tiene precio, y es para todos. El arte religioso es fruto del talento y la generosidad de un pueblo, y con frecuencia está abierto también a que lo gocen otros pueblos, religiones o civilizaciones, incluso cuando ya ha desaparecido el pueblo que lo produjo, dejando así constancia de las maravillas que ha podido producir el espíritu religioso.

Ideológicamente, sin embargo, esta propaganda supuestamente preocupada por los pobres, tiene una raíz ideológica muy clara: suscitar recelo y suspicacia frente a la religión, para promover, como algo provechoso, una sociedad sin religión. Es un burdo engaño, pues la religión, que ha producido esas obras de belleza de las que todos nos beneficiamos, es sustituida por otro paradigma que no ha producida nada, y solo representa a su propio interés e ideología.

Volviendo al video de un minuto que denuncia el gasto empleado en los templos. Cabría preguntarle: ¿por qué en vez de viajar tanto no diste el dinero a los pobres? ¿Por qué no haces un video denunciando el dinero que los jóvenes dilapidan en discotecas, antros, casas de juegos, apuestas? ¿Has pensado en el obsceno derroche de dinero que supuso el traspaso de Neymar (222 millones de Euros, más de tres veces el presupuesto anual del Vaticano)?, ¿te parece que la compra de Cristiano Ronaldo por la Juve (112 millones de euros), así como la forma de recuperar gran parte del gasto vendiendo camisetas con su número es compatible con la preocupación real por los pobres? Todo ello por no mencionar la cantidad inmensa de dinero que se gasta en armamento, la industria del sexo, las mascotas o los graves desórdenes de salud causados por el sobrepeso en el primer mundo.

Al responder estas preguntas, podemos sospechar que en realidad para quienes promueven este tipo de campañas, los pobres son lo de menos, de hecho, lo más seguro es que no hagan absolutamente nada por ellos, o si lo hacen, lo hagan de forma ineficaz y llevándose una considerable tajada. En el fondo instrumentalizan obscenamente a la pobreza para deslegitimar a la religión, que a la postre es la que siempre se ha preocupado por los pobres: hospitales, orfanatos, asilos de ancianos, misiones en lugares paupérrimos o azotados por el ébola no dejan mentir. Es también una manera cómoda de buscar un chivo expiatorio de la injusticia, manteniendo al mismo tiempo una forma de vida consumista y poco solidaria, que es la verdadera causante de la pobreza: la mala repartición de los bienes, acaparada en manos de unos cuantos que no están dispuestos a cambiar su forma de vida. Resulta muy cómodo señalar como causante de la pobreza a la inmensa fe de nuestros antepasados, que nos han dejado maravillosas muestras de belleza, de las que se pueden beneficiar ricos y pobres en la actualidad.

 

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