Se dice que ir al cielo es ser feliz e ir al infierno es sufrir, pero, ¿qué pasa si al ir al cielo nos separamos de nuestros seres queridos? ¿Seriamos realmente felices?
¿Qué sucede con una madre que va al Cielo y descubre que sus hijos están en el infierno? ¿Puede ser feliz? ¿Es posible sufrir en el Cielo?, preguntó una alumna de Teología.
No nos podemos imaginar el Cielo. Nuestros parámetros humanos no están calibrados para hacernos una idea cabal de lo que será gozar de Dios. Pero el planteamiento es incisivo, pues explora la posibilidad de “sufrir en el Cielo”, con lo que nuestra felicidad plena sería imposible. Antes de seguir, debo confesar que, por lo menos para mí, esta cuestión es un misterio. Pero, como todo desafío a nuestra razón y nuestra comprensión de lo sobrenatural, no deja de ser interesante.
En teoría no debería ser así, pues el principio teológico-filosófico es muy claro: Nuestra voluntad está hecha para el bien, una vez percibido el bien sumo con nitidez no se puede elegir otra cosa. No es que se pierda la libertad, es que nuestra libertad está hecha para el bien y este, conocido con claridad, no puede ser postergado por ninguna otra realidad. Nuestra capacidad de pecar o de elegir otra cosa que no sea Dios mismo descansa en la percepción imperfecta de Dios, en el no conocerlo con claridad. Pero una vez percibido el Bien Sumo, satura, por decirlo de algún modo, nuestra capacidad de bien y, por lo tanto, de felicidad.
Ese es el principio teológico claro. Pero, entonces, ¿una madre que ve a sus hijos en el infierno o que, sencillamente, no se reúne con ellos en el Cielo, puede ser plenamente feliz? ¿No afecta ello a una parte esencial de su ser, que es precisamente su condición de madre? ¿Dejan de tener relevancia todo tipo de relaciones en el cielo? Así lo parece sugerir el mismo evangelio, que dice: “En la resurrección, ni se casan ni se dan en matrimonio, sino que son como los ángeles de Dios en el cielo” (Mateo 22, 30). Pero, por otra parte, el Magisterio de la Iglesia explica –basado también en la Escritura–, por ejemplo, cómo nuestra condición sexuada permanece en la otra vida e incluso configura nuestra espiritualidad (ver, por ejemplo, el interesante texto: Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, números 8 y 12). Por otra parte, el testimonio de los santos, expresión a su vez del dogma de la comunión de los santos, así como de la comprensión de la Iglesia como misterio de comunión, es concorde en mostrar cómo en la otra vida se interesan por la vida presente e influyen positivamente en ella. Efectivamente, en la plena comunión con Dios se potencia el amor hacia nuestros semejantes.
El mismo Jesucristo, que es la clave teológica por excelencia, nos muestra en su resurrección cómo será nuestra condición al final de los tiempos. En el Cuerpo resucitado de Jesús hay una continuidad y una discontinuidad; no le reconocen algunas veces o tardan en hacerlo, pero al final descubren que es Él. Pero, en cualquier caso, trata a los apóstoles con la misma familiaridad y cercanía que antes, no parece haber habido allí ninguna ruptura.
Pienso que, para responder a esta pregunta, puede ser útil una precisión que hacía san Juan Pablo II en su libro Memoria e Identidad y que retoma Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi: “Dios no puede padecer, pero se puede com-padecer”. Volviendo al ejemplo de la madre, creo que está fuera de duda que nadie lo quiere más a uno que su madre; pero, aunque pueda parecer imposible, Dios nos quiere más que todas las madres del mundo unidas. Es decir, si es un misterio cómo se compagina el gozo infinito del Cielo con la ausencia de los propios hijos allí, no debemos olvidar que, antes de ser hijos de nuestros padres, somos hijos de Dios o, más que hijos de nuestros padres, somos hijos de Dios.
De esta forma, el “sufrimiento” de una madre por la privación de sus hijos en el Cielo es correlativo al “sufrimiento” de Dios por la misma causa. Ahora bien, Jesús que murió en la Cruz para salvarnos y es Dios, respeta nuestra libertad –mal empleada– para condenarnos. Acepta “fracasar” (por decirlo de algún modo) en el hijo suyo que se pierde y por quien también derramó toda su Preciosa Sangre. La libertad es entonces también un misterio, que Dios respeta y nuestras madres en el Cielo –esperemos que no sea el caso– también. Ahora bien, ellas, al gozar de Dios, tendrán saturada su capacidad de bien, de gozo y felicidad. ¿Cómo será compatible eso con la pregunta planteada al inicio? Me parece que es un misterio, que no podemos terminar de resolver, pues la realidad del Cielo es ajena a toda experiencia que hayamos tenido o podamos tener.
Te puede interesar: Opus Dei 70 años en México
* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com
@yoinfluyo