Vivimos en una época dónde el amor se ha convertido en algo material y virtual, donde incluso el 14 de febrero ha impulsado este sentimiento tan vacío y no un amor real.
Como todos los años, el 14 de febrero somos testigos algunos, protagonistas otros, de la fiesta del amor y la amistad. Como tantas cosas en nuestra sociedad, no puede sustraerse de las leyes del mercado y supone una activación económica, debido al incremento de ventas en restaurantes, florerías, peluches, chocolates y un largo etcétera. Sin embargo, debido a cómo se ha transformado la sociedad, quizá el amor cortés y romántico que estaba en el origen de la celebración, ha sufrido una honda metamorfosis.
¿Cómo puedo afirmar lo anterior si, personalmente, más que protagonista soy espectador de la celebración? Quizá por eso mismo, por no estar directamente involucrado y gozar de una perspectiva privilegiada. Durante años he tenido la oportunidad de seguir el evento, primero en colegios de chicas y de chicos, después en aulas universitarias. Ahí es donde, para mi sorpresa, descubrí un crudo realismo en adolescentes y jóvenes. Sencillamente, el alto nivel de erotización en las relaciones, así como la futilidad de las mismas, habían “quitado la venda” de los ojos a muchas niñas, que ya no creen en el “amor romántico”. Dicha forma de amor estaría bien para las novelas, las telenovelas, las series quizá (aunque cada vez menos), pero no funciona en la vida real.
El desencanto o, mejor aún, desesperanza por el amor romántico, el amor cortés, consigue que las relaciones entre chicos se vivan con un prisma pesimista: aquello no puede durar mucho, esconde siempre intereses egoístas; en el fondo puede vivirse como un choque de egoísmos, un contrato en el que cada quien da una parte para satisfacción personal. Cuando la contraparte ya no satisface o se encuentra algo mejor, o simplemente se produce hastío, cansancio o monotonía, se abandona en busca de otra relación. A veces, incluso, no se busca ningún tipo de relación ni de vínculo afectivo, simplemente se trata de “vivir el momento”, sin preocuparse de lo que vendrá después. De esta forma, con perdón, usando la jerga que manejan los jóvenes, uno puede tener un “agarre” de noche con una chica, y al día siguiente ni siquiera saludarla, o no saber quién es, o no tener el menor interés por ella, ni ella por él. Digamos que estaban en el momento juntos sólo para satisfacer una necesidad casi fisiológica.
La rapidez con la que se llega, también sirviéndose de las “apps” convenientes, a la intimidad sexual, hace que esta misma se banalice, convirtiéndose en parte de un juego, pleno de emociones, pero carente de significado. Las personas ya no se perciben a sí mismas como personas, es decir, como una realidad enormemente rica y compleja, sino como objetos de deseo, y buscan afanosamente alcanzar un “estándar” mínimo de “calidad”. Más que desear ser una buena persona o, de perdida, “un buen partido”, lo que se busca es tener “un buen cuerpo”.
En ese contexto me he encontrado, frecuentemente, con personas de ambos sexos que sufren ante la dificultad de encontrar una pareja para establecer una relación estable y significativa. A veces la desilusión que supone descubrir que la contraparte aspira principalmente a “llegar a la cama”, sume a muchos de ellos en un profundo desaliento. “El amor romántico es hermoso, me encantaría vivir una experiencia así, pero en la actualidad ya no se ve factible, pecaríamos de ingenuas si creyéramos en ello”, palabras más, palabras menos, me han comentado, desilusionadas, bastantes chicas.
A ello se suma que, ordinariamente, el amor cortés o romántico buscaba dar origen a una relación seria, estable. Tenía, en un horizonte lejano pero definido, el propósito de llegar al matrimonio y formar una familia. He conocido varias personas que se han casado con su primera y única novia o enamorada. Pero ahora me he encontrado –lo que sociológicamente no deja de ser interesante– con una más rica variedad: personas que de entrada no desean casarse, otras no tener hijos, otras tener hijos sin casarse, otras casarse sin tener hijos. Obviamente, el fruto de esta nomenclatura no puede sino producir un cambio profundo en la estructura de la sociedad. En estas circunstancias es vital no ceder al pesimismo y, sin imponerlo –porque es imposible y no tendría sentido–, mostrar nuevamente la belleza y el encanto del “amor cortés” de una “relación romántica”, con la expectación e ilusión que lleva consigo. Podría, además, estar “condimentada” con el testimonio de parejas que, iniciando así, han podido vivir una aventura de amor a lo largo de toda su vida. Es decir, redescubrir a los ancianos que se aman. Quizá sea la mejor tarjeta de presentación del “nuevo romanticismo” y el augurio de un renovado san Valentín.
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