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Un niño probeta, ¿por qué no?


Pregunta Fabrizio, alumno de medicina: ¿qué de malo tiene traer al mundo niños, sirviéndonos de la técnica, ayudando a parejas a quienes la naturaleza se los negó? ¿No nos dio Dios la inteligencia precisamente para completar y perfeccionar la naturaleza? En caso inverso, ¿no sería contraria a la voluntad divina toda medicina, pues supone siempre curar una enfermedad “natural”?

Aunque es plenamente comprensible el deseo de tener hijos en aquellas parejas a quienes la naturaleza se los ha negado, no es tan sencillo resolver la problemática recurriendo a la ciencia médica. No es cuestión de que no se pueda, sino de preguntarnos si determinada intervención técnica es correcta. Se trata de hacer a un lado todos los argumentos emotivos que puedan estar involucrados, para pensar racionalmente cómo se custodia mejor la dignidad humana.

Primeramente, hay que decir lisa y llanamente, que no existe el “derecho a tener un hijo”. No hay sombra de crueldad, insensibilidad o indiferencia en dicha afirmación. “El hijo es persona, con dignidad de sujeto, no puede volverse objeto de derecho”; eso es precisamente la esclavitud: tratar a sujetos como objetos; eso es lo que sucede cuando se legitima el supuesto derecho a tener un hijo “a cualquier costo”.

La intervención médica, para no ser lesiva de la dignidad humana, debe servir al acto conyugal en la procreación, no suplantarlo. ¿Por qué es contraria a la dignidad humana la fecundación in vitro? Porque pone en ejercicio una lógica radicalmente inversa a la del amor y la donación, que debería estar en el origen de la persona. Se cambia de registro y se coloca, en el origen del ser humano, la lógica de la producción y del dominio. Ello resulta manifiesto, por ejemplo, cuando se reclama a la compañía que “produjo” al hijo si este viene “defectuoso”; es decir, con alguna tara, enfermedad, etcétera. No es una distopía futurista, ha sucedido. Se trata al “producto” –un ser humano como nosotros– como si fuera lavadora, carro o computadora; exigiendo “póliza de garantía”.

A ello se une el hecho de que “en el proceso” para obtener un niño, se sacrifican muchos embriones. “Se suelen perder el 80% de los embriones transferidos, otros son eliminados directamente por presentar defectos genéticos, y en caso de embarazo múltiple pueden suprimirse directamente uno o más embriones o fetos”. Es dramático, resulta como elegir sacrificar cuatro de mis cinco hijos para quedarme con aquel que tenga mejores condiciones: sea más fuerte, inteligente, guapo, o lo que a los papás les guste. Se trata a la vida humana como si fuera una cosa.

Tal abuso suele justificarse con la dudosa excusa de considerar que el embrión o el feto no es persona, lo que no deja de resultar curioso, pues el término “persona”, al igual que el de “dignidad”, no son científicos sino filosóficos. Frecuentemente, quienes recurren a este cuestionable subterfugio son poco coherentes, pues protegen los huevos de tortuga (que en ese caso no serían tortugas), o esperan con ansia el descubrimiento de una célula en otro planeta, para corear triunfalmente que hay vida extraterrestre. Sin entrar en la polémica de si un embrión o un feto son personas, en cualquier caso, se trata de seres vivos de la especie humana, y si no se les protege, la dignidad se vuelve papel mojado, dispuesto a venderse al mejor postor. Peor aún si se recurre a la más barata excusa de que no son conscientes. Con ese argumento podemos eliminar directamente a enfermos de Alzheimer, con severo retraso mental, o en estado de coma. Ello implica supeditar la vida humana a criterios pragmáticos, convirtiendo la dignidad en una etiqueta barata y vacía.

Por último, se encuentra el caso de la FIV heteróloga; aquella en la que se recurre a terceros, además de los cónyuges, para obtener el hijo. Este procedimiento resulta lesivo de la dignidad del hijo, que deja de tener claridad en lo que a sus orígenes se refiere, pudiendo tener hasta tres madres y dos padres. Es indigno también de la mujer, que alquila su cuerpo –de modo análogo a las prostitutas– como incubadora viviente, o donante de óvulos. Toda posible dificultad se resuelve con un contrato; y si la madre gestante se encariña con el niño ya no puede quedárselo, porque así lo ha estipulado el convenio. No es distopía, sino triste realidad, tanto los surrealistas pleitos jurídicos que se han dado, como la infinita casuística, irrespetuosa de la dignidad humana, en la que se ha caído. Por ello es mejor adoptar.

 

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