No quiero hacer un uso abusivo de la palabra “mártir”. En sentido preciso se refiere a aquella persona que da la vida por Cristo, ofreciendo el supremo testimonio de su vida, para mostrar el valor inconmensurable de la fe. Por extensión, se dice de todo aquel que da la vida por defender una causa que valora más que a su misma existencia o, dicho de otra forma, quien acepta perder la vida antes que violar su conciencia. Ahora bien, análogamente a este sentido propio del martirio, se puede hablar, sin hacer gran violencia al lenguaje, de mártires profesionales, es decir, de todos aquellos que sufren injustas vejaciones laborales por ser fieles a su fe o, más ampliamente, a su conciencia. ¿Puede extenderse el uso de la palabra “martirio” a la dimensión afectiva?
No debemos olvidar que la afectividad es la gran dimensión humana, muchas veces soslayada, que actualmente ha conquistado un rol protagónico en la existencia personal. Los sentimientos no son algo accesorio, sino fundamental en la vida, hasta el punto de que bastantes personas se consideran infelices o sin ganas de vivir por no tener bien resuelta esta esfera. La dimensión afectiva está llamada a integrarse convenientemente con la intelectual, volitiva y corporal; este equilibrio permite al individuo tender a su plenitud natural. Es cierto que una perspectiva sobrenatural puede paliar las deficiencias en alguno de esos cuatro elementos, e incluso abrir esa dimensión meramente humana a un horizonte mucho más amplio. En este sentido, una persona poco inteligente, con voluntad débil, con fracasos sentimentales o enferma puede ser feliz y dar un sentido a sus carencias, a través de su relación personal con Jesucristo.
Ahora bien, el problema surge cuando la amistad con Jesús choca frontalmente con la relación afectiva seria de una persona. Cuando ser fiel a Cristo empuja a la ruptura con la pareja, o cuando la pareja exige, como signo de cariño y auténtico compromiso, lo que entraña infidelidad a Dios. Cada vez se torna más frecuente este aciago dilema: si quiero ser fiel a Jesús, tengo que romper mi compromiso afectivo, o mi pareja sentimental me exige poner entre paréntesis mis convicciones morales y mi relación con Jesús. Si la quiero realmente, ella tiene que ir antes que Jesús, si no, no la quiero. Debo elegir.
Un ámbito donde se presenta esta disyuntiva amarga, aunque no el único, es en el de la vida sexual. Muchas parejas exigen, como parte de la relación, tener sexo. Sería un ingrediente necesario, un requisito y, en algunos casos, el motivo por el cual estamos juntos: para tener relaciones. Si uno de los dos tiene trato personal con Jesucristo, o sencillamente, otros principios morales derivados de su educación, valores o religión, el amor por su pareja debería llevarle a ponerlos entre paréntesis. Por “amor” a la pareja deberían entonces abandonarse, por lo menos temporalmente, los propios principios morales, la fidelidad a Cristo.
A esta difícil disyuntiva se une el peso de las propias pasiones, de las inclinaciones y tendencias arraigadas en lo más profundo de nuestra naturaleza, en nuestro instinto. Ser fiel a Cristo siempre, pero particularmente en materia sexual, exige lucha, esfuerzo. Dicho esfuerzo es positivo, sano, pues nos lleva a sacar lo mejor de nosotros mismos, a crecer en muchos aspectos para paliar la debilidad ínsita de nuestra inclinación sexual. Quien quiere ser fiel a Jesús debe luchar en dos frentes: por fuera con su pareja, quien se sirve de una especie de chantaje sentimental para que deje en la cuneta sus convicciones como manifestación necesaria del amor, y por dentro, con sus propios demonios, que le empujan a dar cabida suelta al instinto.
No hay que idealizar la condición humana. Quien desea ser fiel a Jesús puede tener flaquezas, caídas, y sabe que Dios siempre le perdona, pues conoce nuestra debilidad y el esfuerzo que ponemos para serle fieles. El problema es cuando la pareja empuja a elegir: “o Jesús o yo”; “si quieres mantener la relación, pon entre paréntesis tus convicciones morales y religiosas, tu conciencia en definitiva”. Puede decirlo expresamente, o con los gestos, o sencillamente orillar a que sea el propio interesado quien descubra: “no puedo mantener esta relación si quiero ser fiel a Jesucristo y mantener la integridad de mi conciencia”. Cuando el amor por la pareja es real, cuando junto con esa divergencia de principios morales se advierte toda una inmensa riqueza personal –el sexo no lo es todo–, tomar la decisión de quedarse con Cristo es muy dura. Cuando se sacrifica la propia vida afectiva en el ara de la fidelidad a Jesús, podemos afirmar que ahí se ha dado un auténtico “martirio sentimental”, que no quedará sin premio, como todo gesto heroico de fidelidad a Dios y a la propia conciencia.
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