En tiempos de gran necesidad, es cuando más se requiere ayuda a quienes pasan hambre, sed, frío, enfermedades o falta de un techo. Y lo más fácil de hacer, y que sirve a veces para tranquilizar algo la conciencia, es pedirle a Dios que Él, en su infinita misericordia, les resuelva sus problemas. Se lo dejamos a Él.
Pienso que estas buenas personas quisieran, quizás inconscientemente, que Dios volviera a hacer caer maná del cielo para que, como los judíos en el desierto, pudieran alimentarse los hambrientos. O que si tienen sed, un profeta golpee una roca y salga agua. O bien como hizo Jesús que, al ver una muchedumbre sin comer, sintiera compasión de ellos y multiplicara los panes y los peces.
Es decir que, para resolver los problemas de los necesitados del mundo, Jesús se la pasara haciendo los necesarios milagros, sin la intervención de los hombres, pero la historia nos demuestra que no es así como opera la mano de Dios.
No está mal orar para que el Señor ayude a la gente en sus necesidades, pero no basta. Y una respuesta del Suya es mover los corazones, para que quienes más tienen o más pueden hacer, ayuden al necesitado. Dios puede también hacer y hace mucho directamente: desde dar buenas cosechas, enviar agua del cielo, temperar el clima, o poner peces en las redes, como hizo con sus discípulos en la barca (Lu 5:1-11). Mucho, sí, pero no todo, y no todo porque cuenta con nosotros: lo demás lo deja en nuestras manos.
Y si recordamos con qué criterios nos enseña el Señor que al final de los tiempos, invitará a las ovejas a gozar del cielo, y enviará a los cabritos al fuego eterno, recordaremos que es el ejercicio de las obras de misericordia, de ayuda al prójimo. Cuando tuve hambre, cuando tuve sed, cuando estuve desnudo… (Mt 25: 31-46).
Es más, en la historia evangélica citada de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús los hizo distribuir por mano de sus discípulos, no se puso Él a entregarlos por su propia mano (Mt 14: 15-21).
El papa Francisco ha dado una lección muy sencilla de cómo opera la mano de Dios. Y utiliza la parábola de la vid (Jn 15:1-8): “Yo soy la vid y ustedes los sarmientos”, las ramas, dijo Jesús. “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos”.
¿Y qué nos enseña Francisco? En su homilía en Santa Marta el pasado 13 de mayo dijo: “Las ramas sin la vid no pueden hacer nada, porque no les llega la savia, necesitan la savia para crecer y dar fruto; pero aunque la tengan, la vid necesita de las ramas, porque los frutos no están unidos al tronco, a la vid. Es una necesidad mutua, es un permanecer recíproco para dar fruto”.
“Nosotros sin Jesús no podemos hacer nada, como la rama sin la vid. Y Él, –me permita el Señor decirlo– sin nosotros parece que no puede hacer nada, porque el fruto lo da la rama, no el tronco, la vid.” Una bella enseñanza del papa.
Y agrega Francisco: “¿Cuál es la ‘necesidad’ que tiene Jesús de nosotros? El testimonio. Cuando en el Evangelio dice que nosotros seamos luz, dice: “sean luz, para que los hombres ‘vean sus buenas obras y rindan gloria a nuestro Padre’” (Mt 5,16). Es decir, el testimonio es la necesidad que tiene Jesús de nosotros. Dar testimonio en Su Nombre, porque la fe, el Evangelio, crece por el testimonio”.
Por tanto, Jesús es misericordioso, compasivo, a través de sus discípulos, que somos quienes, unidos a Él, podemos dar frutos. Y esos frutos de la Vid divina como testimonio son la ayuda amorosa, caritativa, al próximo, con frutos salidos de las ramas de esa Vid, que es Jesús, y que nos alimenta con su savia. Dios puede hacer milagros para acabar con el hambre y otras necesidades, pero no lo hace así: nos lo ha dejado a nosotros, como la vid da fruto en sus ramas. Y así, demos frutos al prójimo, pues la mano de Dios, es nuestra mano.
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