“La única Iglesia que ilumina es la que arde”, es uno de los eslóganes preferidos de las asociaciones activistas de ateos. Pareciera, simplemente, una entusiasta profesión de fe atea, provocativa quizá, pero finalmente inocua. Con el tiempo, tristemente, hemos descubierto el error. Se va convirtiendo en habitual protestar por la causa que sea y vandalizar por lo menos, cuando no quemar una Iglesia o monumento religioso. La última fue la Catedral de Nantes, joya del gótico francés, la más dolorosa Notre Dame en Paris, más cercana a nosotros, la Misión de San Gabriel, en California, fundada por san Junípero Serra. Pero, además de estas, cuyos daños no son solo una ofensa religiosa, sino una irreparable pérdida histórica, artística y cultural, están multitud de casos en Chile, Argentina, Inglaterra, España e incluso México.
¿Qué significado tiene tal actitud?, ¿cuál mensaje nos transmite?, ¿qué sentido tiene utilizar la violencia para ofender el sentido religioso, artístico, histórico y cultural? ¿Por qué elegir la violencia como camino para presentar cuestionables reclamos políticos y sociales? Son preguntas que quedan en el aire y nos gustaría poder responder primero, para resolver después.
Se trata del doloroso alumbramiento de un cambio de época, donde se busca abandonar la narrativa cristiana, que ha dado luz y sentido a la historia de occidente, por otras visiones alternativas, poco definidas del mundo. El cristianismo ha proporcionado una respuesta coherente a lo que significa la vida, ser persona, la familia, la cultura y la sociedad; se trata de rechazarlo de raíz, de patear el tablero y proponer algo diferente, no importa qué, lo importante es que sea distinto. Ni siquiera la forma es original, pues remeda el estilo de los bárbaros, durante el ocaso del Imperio Romano.
¿Son absolutamente incompatibles ambos paradigmas? En algunos extremos son claramente antagónicos, pero en otras ocasiones podrían ser complementarios: es decir, no resulta evidente que sea preciso cambiarlo todo o prescindir de los elementos valiosos de la narrativa anterior. ¿Pueden continuar manteniendo vigencia ambos modelos? Parece ser que sí, pues cuando la vía para descalificar a uno de ellos es la violencia y la mentira, queda en evidencia y resulta manifiesta la falta de herramientas intelectuales de la postura alternativa. Cuando elijo la violencia –quemar iglesias, vandalizar símbolos religiosos– significa que se me acabaron las razones, o son menos sólidas que las de mi contraparte. Significa que estoy inquieto, pues se cuestionan legítimamente los fundamentos de mi cosmovisión y eso me incomoda; pero también que algo me molesta, la cuestión es hacer un diagnóstico oportuno e intentar una solución civilizada.
Cuando existen unos cauces culturales y públicos civilizados, adecuados para el debate académico, y estos no se utilizan, quiere decir que se carece de argumentos sólidos para esa discusión, optando por abortarla a través de la violencia. Tanto en el lado cristiano en general, como católico en particular, ha estado siempre abierta la puerta y extendida la mano para sostener un debate público y racional sobre los fundamentos de la cultura y la sociedad.
Una muestra de ello reciente, es la iniciativa surgida durante el pontificado de Benedicto XVI denominada Atrio de los gentiles, donde se promovía positivamente un debate público con no creyentes, sobre los temas estructurantes de la sociedad y la cultura. El entero pontificado de Francisco puede verse como un continuo intento de tender puentes con los temas emergentes de la sociedad contemporánea. Muchas personas, en vez de recoger el guante y aceptar el desafío, han optado por el cobarde expediente de la violencia. Pero ello manifiesta que o no tienen razones sólidas para sustentar su postura, o no están seguros de ellas.
La fe se convierte en baluarte de la razón, defendiendo una forma civilizada, racional, dialógica de enfrentar los problemas reales de la sociedad. Sin embargo, un grupo incansable de activistas abandona la discusión racional y el diálogo, optando por la violencia, para tomar la iniciativa en el debate y captar la atención. Esperemos que el cambio de narrativa no implique el abandono del diálogo y la razón, fundamentos de nuestra civilización defendidos por el cristianismo.
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