Nos dejó dicho Jesús que si nuestra fe fuera del pequeño tamaño de un grano de mostaza, podríamos mover árboles o montañas y nada nos sería imposible (Lc 17:6, Mt 17:20). Pensemos lo que se necesita de fe, ya no digamos para hacer milagros o expulsar demonios, sino para obtener del Señor el bien o milagro que queremos o necesitamos para sí o los nuestros. Confiar en que seremos atendidos. Si dijo a sus discípulos, que ya hacían milagros en su nombre que “ustedes tienen poca fe” (Mt 17:19) ¿Qué podemos decir de nosotros mismos?
Cuando oramos y volvemos a orar al Señor pidiendo algo y no pasa nada, ¿no será porque recitamos sólo palabras vacías, que no llevan la fe que hace confiar que en efecto Dios nos hará caso? Cuando no se ora con fe, cuando se recitan oraciones, pero sin creer en lo que se supone creemos, o lo hacemos con muy poquita fe, en realidad ni estamos rezando ni estamos esperando algo del Señor. Es como pensar humanamente “a ver si pasa algo”, como “ojalá no llueva”. La fe no es sólo creer en Dios, es tenerle confianza.
El mismo evangelio nos narra hechos que llevaron a Jesús a cumplir lo pedido, en personas sencillas, no en grandes santos como los apóstoles. Bastaba algo de fe en el Maestro, pero que era mucha, mucha más de la que la mayoría de la gente tiene. Así, una mujer que sufría de sangrados que no había logrado curar, se dice a sí misma que con solo tocar la túnica del Maestro quedaría curada; con esa fe, logró que Jesús le concediera lo que deseaba. ¿Qué le dijo el Maestro? “Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y queda sana de tu enfermedad” (Mc 5:34).
En ese mismo día Jairo, oficial de la sinagoga, fue con Jesús pidiéndole que salvara a su hija agonizante “ven e impón tus manos sobre ella para que se mejore y siga viviendo”. Entonces, gente de su casa llegaron a avisarle que su hija había muerto, pero en base de fe, Jesús le volvió a la vida. El Señor dijo a Jairo algo que va para todos, en especial cuando enfrentamos cosa muy grave y a lo que debemos hacer caso: “No tengas miedo, solamente ten fe” (Mc 6:36; Mt 9:18).
Y recordemos al centurión romano que pide al Maestro que cure a su criado enfermo. Ni siquiera pide algo para sí, sino que, con gran sentido humano, busca la salud de un sencillo servidor suyo. Y cuando lo pide, Jesús se ofrece a ir a sanarlo, pero el centurión (un capitán) con gran fe le dice “Señor, yo no soy digno de que vengas a mi casa, una palabra tuya bastará para sanarlo”. Ante el dicho del centurión, un extranjero, dijo Jesús a la gente: “les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel con tanta fe” (Mt 8: 5-13). Eso era fe. Como la de la mujer cananea que le pedía que librara a su hija de un demonio que la atormentaba, y a quien Jesús le dice: “mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla tu deseo” (Mt 15:21-28).
En otra ocasión, cerca de Jericó, un ciego oyó que Jesús pasaba por allí, así que gritó y volvió a gritar “Jesús, hijo de David, ten compasión de mi”. Y Él le preguntó qué quería, y le respondió: “Señor, haz que vea”. Y el maestro le dice “recobra la vista, tu fe te ha salvado”, y así se hizo. Pero hubo algo más que luego se olvida: “el hombre seguía a Jesús glorificando a Dios” (Lc 18:35-43). La fe se complementa con el agradecimiento, dando gloria al Señor.
No podemos darnos por servidos y olvidar a quien nos ha hecho la gracia pedida. Recordemos a los diez leprosos curados cerca de Jerusalén: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”, gritaban, y les pidió fueran a ver a los sacerdotes, pero en el camino se vieron curados. Entonces uno de ellos, samaritano, regresó a darle gracias y Jesús preguntó que, si eran diez los curados, por qué solamente ese extranjero volvió a glorificar a Dios, no los otros nueve. Y entonces le dijo: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado” (Lc 17:11-19). La gratitud y la gloria al Señor van de mano de la fe.
Tengamos fe como la mujer que tocó su manto, como Jairo y el centurión pidiendo con absoluta fe la cura de una hija y un criado y como el ciego de Jericó y los de Jerusalén. Y como muchos que, a través del tiempo, han logrado del Señor lo que han pedido, orando con fe, fe de verdad. Y en esa fe dar gracias a Dios.
No olvidemos a Pedro caminando sobre el agua, pero que al tener miedo empezó a hundirse, y pide al Maestro lo salve, y Éste le responde: “hombre de poca fe, ¿porque has dudado?” (Mt 14:29-31). Seamos firmes en la confianza de la fe, que el Señor no nos regañe igual, reclamando que tenemos poca fe y dudamos.
Y aún hay más. La Escritura nos hacer ver, en diferentes autores y formas, que la fe, creer en Dios, sin las obras, es nula, está muerta. Para entrar al cielo, no basta con decirle a Dios “Señor, Señor”, sino haciendo la voluntad del Padre. Muy clara advertencia del Maestro (Mt 7:21).
Sabemos una cosa, la virtud de la fe es un don de Dios, nos la da de gratis, y está en nuestras manos y voluntad aceptar esa fe, y hacerla crecer en nuestros corazones y agradecerle por ello. ¿Qué debemos hacer? Fortalecerla, confiar en el Señor, vivirla en obras por los demás y recordar sus palabras: “No tengas miedo, solamente ten fe”. Y por la fe nos dará su paz y nos salvará.
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