Mucha gente opina que lo que desde hace tiempo estamos viviendo, agudizada por la pandemia, es una crisis de valores. No estoy de acuerdo. Los valores no sufren, no pueden estar sometidos a ninguna crisis. Son realidades inmateriales; ahí están para quien quiera encarnarlos en su vida diaria: la justicia, la honestidad, la fortaleza (ahora le llaman resiliencia), la veracidad, la templanza, la generosidad, la prudencia, la humildad, la misericordia, el amor, la paz, etc. son valores que, hechos hábitos personales, se convierten en virtudes que, por cierto, son muy escasas en este mundo en decadencia.
Son muchas las crisis que conmueven el mundo de hoy –del Estado, de la familia, de la economía, de la cultura, etc. – y no constituyen sino múltiples aspectos de una sola crisis fundamental, que tiene como campo de acción al propio ser humano, es una gran crisis antropológica. El hombre actual es presa de una gran agitación, se encuentra envuelto en una especie de vorágine, casi no tiene tiempo para hacerse las preguntas fundamentales: quién soy, de dónde vengo y hacia dónde voy; no reflexiona, no se detiene en su vertiginosa marcha a meditar un instante. Una consecuencia de la agitación es que ésta lleva a una angustia que, con la ayuda de los medios de comunicación, asusta y paraliza a la mayoría silenciosa.
Estamos frente a una crisis de humanidad, crisis que se manifiesta de muchos modos, pero especialmente en la pérdida de identidad personal, cultural, y social. Hay muchos jóvenes (y adultos) que ignoran que son herederos de una maravillosa civilización que ha hecho al mundo ser lo que es, sobre todo por su tradición cultural y por su herencia espiritual. Muchas personas son llevadas a habituarse a un mundo materialista, de consumo desenfrenado, de falsa alegría provocada muchas veces por las drogas, el alcohol y el sexo. Como consecuencia, todo esto se manifiesta en el relativismo más cínico, en un individualismo materialista y consumista y en un egoísmo que es destructor de las relaciones humanas.
En otra parte del escenario de este mundo posmoderno y casi post–cristiano, se produce un fenómeno cultural cada vez más y más extendido en toda la sociedad occidental, que tiene que ver con la capacidad casi infinita que tienen los seres humanos, para adaptarse a modos (o modas) de vida que imponen otros seres humanos, que sí saben lo que buscan que otros hagan… y lo hacen.
Me refiero particularmente a ese confort que producen las ideas sin ideas, pero que adoptan alegremente quienes se ven a sí mismos como modernos, como de vanguardia, vamos, como progresistas. Los individuos afectados por esta epidemia de novedad, que hace ver que todo lo nuevo, por serlo, es bueno per se (sofisma llamado “ad novitatem”, que consiste en considerar como bueno todo lo nuevo), incorporen a su bagaje intelectual “nuevos valores” (entre ellos están la aceptación del aborto, de las uniones del mismo sexo, con la correlativa adopción de niños, la eutanasia, etc.) que suscitan en la persona una especie de “buenismo” sentimentaloide y casi filantrópico, que hace que todo lo acepten como bueno, incapaces de resistir cualquier argumento falaz, y que se ponen en “modo Biden”, para colocarse en el lado bueno de la historia. En efecto, el ejemplo perfecto de toda esta simulación es el presidente electo de los EE UU, que ha transitado de la afirmación de su fe católica, a la adaptación católica de la fe a la plataforma política de su partido, que es punta de lanza en el mundo en pro del aborto, de la eutanasia, de la adopción de parejas homosexuales de niños y contra la libertad religiosa (Hilary Clinton dijo en su campaña en 2016, que impulsaría una “política de reforma” para limitar las expresiones religiosas).
Las crisis de antropológicas tienen su raíz en los más profundos problemas de alma, de donde se extienden a todos los aspectos de la vida del hombre contemporáneo y a todas sus actividades. Uno de los efectos de esta crisis es que Occidente sufre una descristianización acelerada; el Occidente cristiano está debilitado, pero sobre todo está debilitado por una crisis espiritual. Muchos abandonan la fe y viven sin Dios, o se dicen católicos pero viven como si no lo fueran. Sus cimientos están corroídos por la terrible debilidad estructural de una masiva revolución cultural, que tiene por objeto la destrucción de la civilización cristiana, empezando con la familia y siguiendo con la cultura de la muerte representada por el aborto y la eutanasia, y la agresiva ideología LGTBQ+ que se quiere imponer a toda la sociedad, inclusive a niños inocentes.
La unión en Cristo ya no significa nada; ya no hay espacio para lo sobrenatural, ni para el Reino, ni para interpretar el sentido de la historia y el fin de los tiempos, ni para la salvación. Es triste constatar que del cristianismo queda poco; muchos políticos se dicen católicos, pero fácilmente sucumben ante lo “políticamente correcto”. Sufren del síndrome (inventando por mí) de Valery Giscard, ex–presidente de Francia, sedicente católico, pero que dejó en Francia un legado terrible de cultura de la muerte (por razones de espacio, invito al lector a averiguar la razón). Alguien podría creer que eso es bueno para una sociedad democrática, pero hay razones aún más poderosas para considerarlo perjudicial: la democracia y el diálogo necesitan de políticos convencidos de la Verdad, dispuestos a participar del debate democrático haciendo valer las razones a favor de esa Verdad y sin acomodarla a la mayoría o a los vientos de la hora.
En ese contexto de aprehensión, muchos comienzan a cuestionar las premisas de Occidente y se preguntan: ¿Qué falló? ¿Existe alguna solución, una luz de esperanza que pueda guiarnos durante esta tempestad, tranquilizarnos y restaurar la confianza en el futuro?
En estos tiempos turbios, es necesario animar a los católicos y a todos los cristianos del mundo a reafirmar su amor por la civilización cristiana occidental y su deseo de defender su hermosa herencia espiritual y su cultura. Es necesario promover su restauración con inteligencia, arrojo, brillo y solidez, pero solamente si los católicos y los cristianos en general se vuelven a sentir orgullosos de su herencia milenaria y dan testimonio público de su fe.
Una luz de esperanza
La presidente de la Comunidad de Madrid, doña Isabel Díaz Ayuso, en su discurso a propósito de la inauguración del tradicional Belén (Nacimiento), ubicado en la sede del Ayuntamiento, se atrevió a lo que nadie en este tiempo se ha atrevido. Solamente destacaré algunas frases de la alcaldesa que me parecen un testimonio sobresaliente de su fe católica, y un ejemplo de coraje y de inteligencia, sobre todo para nuestros países en vías de descristianización:
“La Navidad celebra el nacimiento de Cristo […] Cada hombre es sagrado, por ser Hijo de Dios, categoría excelsa que conseguimos gracias a la Encarnación de Cristo […] Por eso cada uno de nosotros es insustituible. […] Por el nacimiento de Cristo medimos los siglos. […] Dios se hizo hombre, por lo que el hombre celebra la grandeza de su linaje. […] La Epifanía es la manifestación de Dios a todos los pueblos. […] Un cristiano es universal, es lo más opuesto al racismo”.
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