Joe Biden finalmente tomó posesión como presidente de los Estados Unidos. Después de todo el alboroto previo, la violencia, la amenaza a las instituciones, estas mismas prevalecen. La democracia norteamericana, cuna de la democracia moderna, ha triunfado aunque, todo hay que decirlo, ha salido golpeada. Biden tendrá la difícil tarea de trabajar por la unidad en un país polarizado y le deseamos éxito.
¿Qué nos dice la figura política de Biden a los católicos practicantes? Es, sin lugar a dudas, una personalidad inquietante. Podemos suponer que representa, en algunos aspectos fundamentales, el fracaso del sueño de Jesucristo. En efecto, Él soñaba con que sus fieles fueran “la sal de la tierra… la luz del mundo” (Mateo 5, 13-14). Aspiraba a que su doctrina fuera fermento de la sociedad, una sabia que vivificara las relaciones humanas, algo más que una mera costumbre ritual ajena al mundo. No pretendo juzgar a Joe Biden, eso se lo dejamos a Dios y a su conciencia, pero es notorio como se pone la etiqueta de católico al tiempo que defiende políticas radicalmente opuestas a los principios católicos. Una de ellas, particularmente importante para su campaña y contraria a los valores del catolicismo, es su apoyo al aborto, su oposición al evangelio de la vida.
La defensa de la vida no es el único principio defendido socialmente por el catolicismo, pero sí uno de los más importantes. Obviamente, para valorar a un político es uno –no el único– de los parámetros a tomar en cuenta. Biden se une así a una triste lista, casi epidemia, de católicos prominentes que promueven el aborto y todo lo que esa causa suele llevar consigo: banalización de la sexualidad y disolución de la familia, o por lo menos su redefinición. La defensa de la vida no es un valor social periférico. Por ello, el Concilio Vaticano II señala proféticamente que “el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época”.
Hay que entender bien el planteamiento. No es que el catolicismo busque hacerse del poder político; pero sí aspira a que sus fieles sean coherentes con sus principios a la hora de hacer política. Es decir, la fe tiene resonancias sociales. No me va a decir cómo resolver un problema, cómo alcanzar la paz, el progreso, el desarrollo económico, cómo terminar con la pobreza o conseguir la igualdad social. Pero sí me va indicar qué valores conviene promover, de la forma que cada político vea oportuna. Entre esos valores la vida ocupa un lugar preponderante porque, a la postre, no se considera un patrimonio puramente confesional, no es exclusivo de los católicos, sino un bien humano que se enraíza en la dignidad de la persona.
Biden encarna así el drama de los católicos incoherentes con su fe que gozan de una grandísima influencia social. Por señalar otros dos ejemplos –sin que sean los únicos– tenemos a Justin Trudeau, Primer Ministro Canadiense y a Melinda Gates. Ambos promueven política y económicamente a la industria del aborto, convenientemente camuflajeada de ayuda social. Estos tres católicos prominentes –por su influencia pública– apoyan políticas contrarias a la vida. Por su notoriedad en la vida social son ejemplo, modelo para muchas personas. Pero en lugar de encarnar el valor positivo de la vida, enarbolan la causa de la muerte.
Biden, Trudeau y Gates no son, sin embargo, motivo de desesperanza para los católicos que se esfuerzan por ser coherentes con los principios de la propia fe; tarea no fácil, sobre todo cuando el ambiente no ayuda o hay que ir contra corriente. En realidad, así vivió Jesucristo, que sin ambages reconocía “mi reino no es de este mundo”, pero también decía, “confiad, yo he vencido al mundo”. Estos tristes ejemplos, para una persona de fe, no son sino una invitación a mejorar la catequesis, mostrando que ser católico es mucho más que usar agua bendita, hacer la señal de la Cruz y asistir ocasionalmente a misa. Comporta, por el contrario, la responsabilidad de ser sal y luz; la “luz sobre el candelero” con la que soñaba Jesucristo. Es tiempo de esperanza, de trabajar en una transmisión más capilar de la fe que no eluda su dimensión social, pues por ahora, en el campo de la vida tenemos “oscuridad en el candelero”.
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