Hay una consecuencia anímica de vivir el COVID-19, de sufrirlo, de haberse o estar enfermado, o tener contagiados y aún fallecidos, así como la compleja problemática del confinamiento, del cierre de fuentes de trabajo y pérdida de ingreso, de la mala atención oficial de la salud, fricciones entre familia, y más, como la confusión sobre medicamentos o las dudas sobre las vacunas.
Esa consecuencia multifacética es mucho miedo, ansiedad, depresión, angustia, y también rencor, rabia, furia, mucha incertidumbre… Algo que no se ha tomado muy en cuenta, pero que se está evidenciando y requiere atención, mucha atención.
Esta será la peor secuela de la pandemia, no desaparecerá con el control del COVID-19. Para eso, hay quienes sugieren y ofrecen asistencia psicológica y otras formas de ayuda para superar todo eso que afecta el corazón, el alma y las relaciones personales. Sesiones de terapia, grupos de autoayuda, etcétera.
Y ha habido algo más. A veces volver la cara a Dios y pedir su ayuda, o al revés: pérdida de fe, desconfianza en Dios, que por qué ha permitido esta pandemia, que “por qué a mí, a nosotros”.
Muy bien. Pero hay algo más eficaz que hacer que las soluciones simplemente “humanas”: recurrir a la paz del Señor. Un alma con esa paz puede superar cualquier mal, amenaza o miedo (sin perder la visión de la realidad). Pidamos a Dios la paz que sólo Él puede dar, para uno mismo y para la familia, los cercanos y para quienes no saben que pueden pedirla y estar, efectivamente, en paz interior, en el alma, en el corazón.
La paz de Dios nos da esperanza, fe, confianza en la mano misericordiosa divina. Si en muchas ocasiones Jesús habló y pidió paz, hagámosle caso, pidamos con fe la paz, y nos será concedida. Y así podemos repetir del Salmo 23. 1: “El Señor es mi pastor: nada me falta (…) 3: y reconforta mi alma… (…) 4: Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré…”. Que la paz sea con todos nosotros.
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