“Mi hija fue a confesarse cuando tenía 14 años, se sintió regañada y ya nunca más quiso volver acercarse al sacramento, ¿qué puedo hacer?, ¿tiene cerradas las puertas de la gracia?”. Tristemente es un hecho que sucede con cierta frecuencia. No pocas veces se han acercado a confesarse conmigo personas que llevaban 10, 20, 30 incluso 40 años sin acudir al sacramento de la penitencia por ese motivo. Es tremenda la responsabilidad que tenemos los sacerdotes al respecto; la necesidad de ser puentes, facilitadores de la gracia, y no muros. Pero no siempre es fácil, las sensibilidades son muy distintas, y también yo he tenido que lamentar casos de personas que no se confiesan más conmigo, aunque felizmente sí con otros sacerdotes.
A veces son las madres o los padres de familia quienes se lamentan del alejamiento de su hijo por una desavenencia con un sacerdote. En cualquier caso, no se deben olvidar una serie de premisas básicas que nos llenan de esperanza. Lo primero es saber que, antes que ser hijos suyos, lo son de Dios; si a ellos les duele su alejamiento de Dios, a Dios más; si ellos ponen medios para que vuelvan a la práctica de la fe, Dios no deja ningún día de buscarlos, deseando volcar con ellos toda su misericordia.
En segundo lugar, es bueno saber que Dios no se ata las manos al actuar en los sacramentos. Sabemos con certeza que actúa a través de ellos, pero perfectamente puede hacerlo de formas diferentes. Pienso que las personas que de alguna forma han quedado traumatizadas, por el motivo que sea, en la recepción de un sacramento, de forma que ya no lo reciben, Dios las buscará por otros caminos. Alguna vez escuché que, en ocasiones, si se taponeaba alguna arteria, se creaban vasos sanguíneos secundarios para permitir la circulación de la sangre. Análogamente, cuando “se bloquea la confesión”, los canales de la gracia pueden diversificarse, para conseguir un objetivo semejante: que la persona no pierda la cercanía con Dios.
De esta forma, a alguien renuente a acudir a la confesión, se le puede animar a asistir a la santa misa, a leer la Palabra de Dios, a realizar obras de voluntariado y misericordia, a rezar el rosario. De esa forma establece una comunicación alternativa con Dios. Ciertamente no la mejor, pues se priva del más elevado grado de intimidad con el Creador que se puede tener en carne mortal, es decir, de recibir la eucaristía. Pero, en cualquier caso, alguien que realice las prácticas alternativas mencionadas más arriba, no puede decirse que está lejos de Dios.
Es improrrogable y urgente hacerle un marketing adecuado al sacramento de la penitencia. Es preciso hacer amable la verdad, no odiosa, y en ocasiones la confesión tiene mala cartelera. Deberíamos vivirla, en cambio, como sugiere san Josemaría, como “el sacramento de la alegría”. ¿Por qué alegría? Porque no debo llevar a cuestas toda la reata de errores, fracasos y pecados que voy acumulando en la vida. Puedo ponerlos en manos de la Misericordia de Dios a través del sacramento y es como si nunca hubieran existido. Es una experiencia cercana a un continuo nacer de nuevo, al tener con frecuencia un borrón y cuenta nueva que, a la postre, me impulsa a luchar con nuevos bríos por ofrecer una mejor versión de mí mismo.
La clave está en no poner el acento en el sentimiento de culpa, en la vergüenza, sino en la alegría que Dios tiene al perdonarnos. A Dios le gusta perdonar, esta es una premisa básica que nunca debiéramos olvidar. Es verdad que a nosotros no nos gusta caer, pero muchas veces no nos queda sino aceptar con humildad nuestra limitación, poniendo sin embargo el lente de aumento en la magnanimidad de Dios.
Transmitir una amable idea de la confesión supone transmitir una imagen de Dios adecuada. Dios es un Padre Misericordioso, no un maníaco coleccionador de una hoja de servicios inmaculada. Dios no es un contador con dos columnas, de debe y haber, sino un apasionado enamorado del hombre que, para que sus hijos tengan paz y alegría, ha ideado el sacramento de la reconciliación. Es preciso que comprendamos y transmitamos este misterio de la forma adecuada; de ello depende que muchas más personas se beneficien de la bondad divina y se quiten las onerosas cargas de su conciencia.
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