Como cada año, llega junio, de un tiempo para acá denominado “mes del orgullo gay”. Es interesante analizar cómo lo vivimos quienes no somos gays, ni tenemos nada a favor ni en contra de su causa. Subrayo esta última idea, porque recientemente, en clase de Antropología Teológica en la universidad, un alumno me preguntó, “¿por qué la Iglesia y los gays están peleados?”. Tuve que explicarle cómo su percepción era equivocada, pero que la comprendía, pues en los medios se fomentaba esa visión antagónica.
¿No están peleados? No, porque la Iglesia es madre y acoge a todas las personas, independientemente de sus preferencias sexuales. Fomenta que todos veamos en nuestro prójimo, independientemente de sus posiciones políticas o culturales, a un hermano. No ha sido otro el mensaje transmitido por Francisco en su Encíclica Fratelli tutti. Obviamente, las personas con inclinación homosexual entran en ese “todos”, así como los transgénero, travestis y, cualquiera de los nuevos “géneros” que van surgiendo.
Es preciso distinguir entre persona homosexual y lobby LGTBQ+, es decir, los activistas, quienes no necesariamente son homosexuales. Digamos que, por las muestras de burla a lo religioso, que con cierta frecuencia expresan en sus manifestaciones, son ellos los que se consideran antagonistas de la Iglesia en particular y del cristianismo en general. Quizá se deba a las expresiones de rechazo a la homosexualidad presentes en la Biblia o, simplemente, porque en el Catecismo de la Iglesia, aunque se habla de respeto a las personas homosexuales, se dice también que los actos homosexuales son pecaminosos, procurando distinguir claramente entre la persona –a la que no se juzga- del acto en concreto.
Pero lo anterior no es discriminatorio; en realidad, para la doctrina católica, está mal todo acto que rompa el fin unitivo del procreativo propios del acto conyugal. Es decir, la “prohibición” no les afecta exclusivamente a ellos, sino a todos los que utilizan métodos anticonceptivos. Y se trata sencillamente de señalar: “Tal acto no va conforme a la doctrina de Jesús”; pero no es un juicio global sobre la persona. En efecto, hay personas maravillosas que no viven este aspecto o, dicho de otra forma, que de los diez mandamientos viven ocho. Pero no por ello se sienten estigmatizadas o fuera de la comunión con la Iglesia, porque no lo están. La Iglesia no está formada por santos –lo estará al final de los tiempos-, sino por pecadores. Por ello afirma San Agustín: “El Señor vino a curar a los enfermos, y nos encontró a todos enfermos, de modo que el creerse sano es la peor enfermedad”.
Para el profano el tema del “mes del orgullo” no deja de llamar la atención, por el hecho de que determinado comportamiento sexual se exprese con “orgullo” y sea ocasión de tanta ovación y reverencia por parte de la sociedad. Resulta un tanto extraño, sospechoso. Quiero suponer que es una forma de reparar las injustas vejaciones que por siglos han sufrido las personas con esta inclinación, y que no se deben repetir. Ahora bien, las faltas de respeto o de caridad en general, están igualmente mal si van dirigidas contra personas homosexuales, como si van dirigidas a mujeres, personas de color, judíos, obesos, etcétera; solo que estos no alcanzaron a hacer el suficiente ruido como para que tuvieran su “mes del orgullo”.
Por mi parte, me parece excelente que tengan su mes del orgullo, si es que lo necesitan. A la gente hay que facilitarle lo necesario para tener una sana autoestima, y si las personas homosexuales necesitan de su mes, ¡enhorabuena!, soy el primero en apoyarlo. Sin embargo, tengo la sospecha de que un buen número gays no gustan de ser el centro de la atención y preferirían sinceramente que los dejaran en paz, pasar desapercibidos, ser sencillamente uno más, no exigir ningún tipo de reconocimiento especial por la forma en la que viven el sexo, pues se trata de una decisión personal e íntima de ellos, no de un asunto público. Quizá sería conveniente la creación de una asociación formada exclusivamente por personas homosexuales, y que ellas decidieran libre y democráticamente lo que prefieran. Mientras eso sucede, los profanos observamos, asombrados, cómo ciertas personas necesitan ser reconocidas por cómo viven su sexualidad.
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