Descubrí que él estaba hasta el fondo del taller; mejor aún, de “su taller”; de ese espacio que José había convertido en su buhardilla y su escenario para las reflexiones no siempre fáciles.
Entre ese aroma tan peculiar que despide la madera recién trabajada y caminando entre los rizos y tiras de aserrín que decoran siempre el piso de la carpintería, llegué hasta donde José serruchaba un trozo “de algo” que no pude identificar. Continuamente, repasaba una y otra vez con la palma de sus manos aquel trozo de madera, como tratando de sentir el alma y la tersura de aquello que empezaría a tomar forma entre sus manos.
-José, le dije, ¿puedo interrumpirte unos minutos?
Sin dejar de mirar el material que estaba trabajando y su herramienta, me miró. -¡Claro! Pasa. Solo dame un momento en lo que pongo esto en su sitio.
Se sacudió las manos y las limpio con el frente del delantal que traía puesto.
-¡Qué gusto! Hace mucho que no platicábamos, ¿verdad?
Pude detectar algunas callosidades en sus manos, algo regordetas y fuertes. ¿Desde siempre te has dedicado a la carpintería, verdad?
-Así es, respondió. En Israel y Egipto, donde vivimos como familia un tiempo, la carpintería era reconocida como uno de los trabajos realmente importantes y especializados. Ahora, en tu tiempo, más o menos sería el equivalente a la Ingeniería de Sistemas o a la especialidad en robótica. ¡Claro, sin tantos “chunches”, pero con el mismo nivel importancia para todo mundo!
-José, se me ocurre una pregunta un poco idiota, le dije como pidiendo disculpas adelantadas por lo torpe de mi cuestionamiento. El carpintero de Nazareth sonrió con una gran dosis de comprensión, y con la mano me invitó a sentarme en aquel desvencijado sillón donde él también solía descansar a veces.
-No entendí bien. ¿Quieres preguntarme algo?
-Pues, es un montón de cosas que se agolpan en mi cabeza y que, desde hace algunas semanas quería consultarlo contigo, repliqué.
José levantó las cejas y abrió las manos. ¡Pues, vengan las preguntas, mientras brindamos con un gran vaso de agua del pozo que tenemos aquí, en casa!
Di un gran sorbo y lo miré fijamente. Te decía que la pregunta resulta bastante tonta, porque no me imagino –repuse- que con tus manos algo toscas y con no pocos callos, ¿así llegas a acariciar a Jesús… a ese hijo que Dios te encomendó? Perdón por preguntarlo así, dije un tanto apenado.
-Mira, dijo frotando las manos y entrelazando los dedos frente a su pecho, yo no sé, qué cosas le ha puesto Dios a las manos de los papás como yo, que cuando llegamos a abrazar a los hijos, los cargamos, los acariciamos y los llenamos de besos, estas manos que ves… las tuyas también, se envuelven en una especie de ternura especialísima. Tan especial que son capaces de rozar la carilla de un pequeño y hacerlo sentir seguridad, firmeza y una gran dosis de cariño que papá regala a borbotones. Por eso los niños se sienten seguros en nuestros brazos y tranquilos al tomarnos de la mano al caminar con ellos.
-José, no me imagino… o mejor aún, no te imagino entrando a la habitación de tu Hijo para bendecirlo y darle un beso de buenas noches. ¿Sí lo hacías?
-¡Por supuesto! Atajó el hombre de la casa de David. Muchas, muchas veces. ¿Sabes por qué?… Levanté los hombros para indicar que yo no sabía la respuesta. José me miró con enorme intensidad… Porque, coincidirás conmigo, los hijos son todo lo que le da razón de ser a nuestra vida de papás. Son todo aquello que es valioso y por lo que vale la pena vivir y gastarse cada mañana hasta el anochecer. Ese beso –como dices- “de buenas noches” siembra esperanza en el corazón de papá, porque así es como esperamos la llegada del día siguiente y le damos la bienvenida fuerte a las siguientes horas de trabajo.
-¿Tuviste miedo alguna vez?, me atreví a interrumpir las reflexiones.
-Un montón de veces, atajó José. Desde que vi que María ya lo traía en su seno; luego cuando fuimos a empadronarnos y a los tres días, resultó que Jesús se había quedado en otra parte. ¡Claro que me dio miedo y mucho! Imagínate la responsabilidad sobre mi cabeza, como para decirle al Buen Dios: “Es que Tu hijo se me perdió. No supe dónde lo dejé”. Ahora, imagina el regreso. Por un lado, guardándome todo el dolor que sentía mi corazón con la pérdida de mi hijo; y además, tratando de sonreír y animar el corazón de María, que solo yo sabía el nivel de dolor que guardaba en el pecho.
-¿Y cómo actuaste… qué dijiste… cómo le informaste a María que tenían que irse a vivir a Egipto, justamente, donde no querían a los de tu raza y donde los israelitas eran malqueridos….? ¿Cómo hiciste para organizar tus herramientas, para llevar algo de dinero para el viaje…? Porque no sabías ni siquiera, a dónde llevarías a la familia. ¿Fue durísimo, no?
José dio un gran respiro y sus ojos se rasaron de lágrimas al recordar esos momentos.
Después de una gran bocanada de aire fresco, José, el Carpintero de Nazareth contestó:
-Así fue. Tal como lo describes, fue una decisión muy complicada, en particular porque yo –estando en medio del misterio más extraordinario en la vida de humanidad- era el que menos sabía de todo. Lo más duro para un papá como tú o como yo, se encuentra en calibrar los riesgos a los que se puede llegar a exponer a la gente a la que amas.
-Pero, ¿qué hiciste José?, interrumpí.
-La parte más complicada para un corazón de padre: Confiar en la Palabra del Padre; esperar y esperarlo todo, de la voluntad de Dios; confiar y confiarse a la voluntad de la Providencia. No fue nada sencillo. Y a partir de eso, dar la indicación, instruir a María para que arreglara lo necesario, arropara al Niño y salir de madrugada, con todos los peligros que ello representaba. La confianza y el amor de María sirvieron de enorme inspiración para encaminarnos hacia Egipto.
-Digo –repliqué- si esas decisiones fueron complicadas, ¿cómo hiciste para llevar algo de dinero para el viaje, para detenerse y comer; para encontrar algún sitio y hospedarse o descansar algunas horas?
-Hay algo que aprendí también, argumentó el patriarca, entender que cuando Dios te indica el camino, tener la certeza y la confianza en que Él te dará los medios necesarios para resolver los temas prácticos y cotidianos. ¿Recuerdas –agregó- a los Reyes Magos que fueron a ver al Niño recién nacido?
-Sí, desde luego es una historia inolvidable.
José agregó: -¿Recuerdas que uno de los regalos que le llevaron al Niño Dios fue un poco de oro?
-Bien que lo recuerdo, contesté.
-Pues eso sirvió, bendito Dios, para pasar los primeros días en Egipto, en tanto que encontrábamos un lugar para vivir, un espacio para que yo pudiera trabajar y generar los ingresos necesarios para la familia. Acuérdate que Dios siempre provee, porque siempre es bueno y es bueno siempre.
Le agradecí el que me haya recibido y los momentos de una conversación tan especial.
Salí del taller de José… con algo nuevo… con un enfoque distinto. ¡Claro! Había platicado con el mejor padre del mundo. Gracias Dios por la oportunidad de esta entrevista.
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