Decir adiós

El duelo, recomendaciones

La pandemia nos ha golpeado a todos, pero es verdad que particularmente a quienes han perdido un ser querido o incluso varios. Estas situaciones dolorosas colocan a las personas en una condición psicológicamente bien conocida, que es el duelo. Desde mi perspectiva pastoral religiosa también he de verme continuamente frente a personas que lo experimentan, en ocasiones de forma muy intensa. He aquí algunas sugerencias para afrontarlo y para salir fortalecidos de una de las pruebas más duras de la vida.

Una de las cuestiones más angustiantes para quienes sufren en duelo, es la taladrante pregunta: “¿Por qué a mí?”. Pregunta, dicho sea de paso, que no tiene respuesta, por lo menos evidente, en esta vida. La incógnita sólo se podrá despejar en la otra vida, por ahora tenemos que contentarnos con presuposiciones preliminares, las cuales meten al sujeto en una espiral sin término, donde sólo se calienta la cabeza y pierde la paz. La sugerencia ante esa inquietante pregunta es obviarla, es decir, partir de la idea de que no tiene respuesta y de que es absurdo seguirse cuestionando. Rechazarla, alejarla como si fuera un mal pensamiento; lo es, pues nos debilita y destruye.

Para las personas de fe, el duelo suele ser una dura prueba para la misma. La gente se siente defraudada por Dios y piensan que sus oraciones para nada han servido, no han sido escuchadas. No es infrecuente encontrar personas que culpan a Dios por su desgracia. Como no hay culpables evidentes detrás de un caso de COVID o de un cáncer, el único culpable puede ser Dios, que lo quiso, o por lo menos lo permitió. La reacción ante esa conclusión puede ser diversa: enojarse con Dios, resentirse con Él y, en casos más extremos, negar su existencia o, peor aún, maldecirlo.

Ante esas situaciones, no nos queda sino un silencioso respeto. Es comprensible que el dolor, en un arranque profundo, conduzca a la negación de Dios o incluso a insultarle. Como seres semejantes comprendemos esa necesidad de catarsis, de desahogo. Podemos suponer que Dios también la comprende, pues Él es el único que conoce la hondura de los corazones, y es testigo de la dimensión de su dolor. Si nosotros comprendemos, Dios más, y con mayor motivo perdona esos explicables desplantes. De todas formas, pasada la tormenta de un primer momento de intenso dolor, vuelve la serenidad, la calma, hay forma de pensar las cosas con mayor perspectiva y sensatez.

Ante una situación difícil, dolorosa, frente al duelo, no tiene sentido alejarse de Dios, más bien, por el contrario, es cuando más lo necesitamos para rehacernos, para sacar fuerzas de nuestra debilidad. La actitud correcta es justo la inversa: buscar apoyo en Dios para superar el bache, la dura prueba que nos presenta la vida. Más que un momento de pérdida de fe, lo que se necesita es un momento de profundización en la fe. Por la fe sabemos que esta vida no es definitiva; es simplemente preámbulo de otra vida, la cual no conoce fin, ni dolor, ni frustración, ni sufrimiento. Es el momento de caer en la cuenta de que es verdad, de que así es: nuestro ser querido, si ha tenido una vida buena, ya no sufre más.

En este sentido, a los difuntos no les sirven nuestras lágrimas, ni es falta de cariño el dejar de llorarlos una vez pasado el duelo. Les sirven nuestras oraciones, con las cuales, además, podemos instaurar una nueva forma de comunión con ellos, diversa de la comunicación física, que nos ha sido dolorosamente vedada. Por ello, la muerte es ocasión de robustecer la fe, y de salir más fuertes, pues tenemos una visión más completa y realista de nuestra vida y de la de los demás.

Dos últimas precisiones. Es preciso explicar eso a los niños. Con sencillez. Tenemos una vida aquí y otra después, más plena, en el Cielo. Algunos se nos adelantan y nos esperan alegres, del otro lado de la orilla, hacia donde nosotros, inexorablemente nos dirigimos. Y para superar la espiral sin sentido del dolor, nos sirve pensar que nuestros deudos continúan manteniendo su conciencia, su “yo”, en la otra vida. Continúan amando lo que amaron. Lo que menos quieren es que por culpa de ellos, nuestra vida se vuelva amarga o nos quedemos atorados en ese trágico evento. Al contrario, ellos quieren que vivamos nuestra vida, intensa y felizmente.

 

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