Recientemente en clase de teología un grupo consistente de alumnos me espetaba: “Padre, en el fondo da igual de qué religión sea uno, o incluso carecer de ella, lo importante realmente es ser buena persona. La religión que se tenga es lo de menos, o es buena solo y en la medida en que te sirva a comportarte mejor, a ser feliz, a hacer el bien.” Podría traducirse esta pregunta a categorías teológicas diciendo: lo importante es la ortopraxis, no la ortodoxia.
No es sencillo responder a esta cuestión, porque tiene muchos elementos de verdad, más no toda la verdad. ¿Es irrelevante que Jesús se haya encarnado? ¿Qué haya muerto en la Cruz? ¿Da igual la sangre derramada por los mártires a lo largo de los siglos? ¿Todo se reduce a “vive y deja vivir”? Hay algo en ese planteamiento que no cuadra del todo, pero que no es sencillo desbaratar, pues está fuertemente presente en la cosmovisión actual de la vida.
Comencemos por el principio: en realidad, no hace falta ser religioso –de la religión que sea- para ser ético. La ley natural la tenemos todos impresa en el corazón, la conciencia hace su función y nos indica, con un margen más o menos amplio de exactitud, qué es lo correcto y qué no lo es. Por otra parte, las religiones, así, en general, nos ayudan o nos deberían ayudar a ser éticos, pues con sus más y sus menos todas coinciden con “la regla de oro”: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti, o, en positivo, trata a los demás como quieras que te traten a ti. Además, con sus más y sus menos, coinciden ampliamente en el decálogo. Es decir, si soy un buen budista, viviré conforme al decálogo (los Diez Mandamientos). Quizá un caso aparte sea el islam, por lo menos en sus versiones radicales.
Pero ello no nos avoca a un puro pragmatismo, según el cual lo importante es hacer el bien, porque, como ya señaló mucho tiempo atrás Aristóteles, la voluntad tiende al bien, pero no siempre al bien real, a veces cae en el bien aparente. Eso significa que cualquier ortopraxis –la recta acción- requiere de una ortodoxia –la recta doctrina- que me indica cuál es la acción correcta. Eso se percibe con claridad en las cuestiones de bulto, es decir, muy obvias. Para patrones morales distintos la actitud ante un embarazo no deseado puede ser abortar, o apoyar a la madre, respectivamente. Son dos universos morales totalmente diferentes, ¿quién decide cuál es el bueno? Ante un anciano con demencia senil la respuesta moral puede ser muy diversa: aplicarle la eutanasia o proporcionarle cuidados paliativos, ¿cuál es la actitud correcta?
La ortopraxis necesita ortodoxia, más en cuestiones de filigrana, como pueden ser la indisolubilidad del matrimonio, o la evasión y/o elusión de impuestos. Necesitamos profundizar enérgicamente en la moral para tener una respuesta adecuada en las mil circunstancias vitales que se nos pueden presentar, necesitamos la ortodoxia, y la moral católica nos ayuda mucho a conseguirla, quizá más que otras religiones, por ejemplo, en temas de moral sexual o apertura a la vida y su defensa desde el inicio hasta su fin. Incluso aunque otras religiones también compartan esa preocupación, el peso que le es dado desde la ortodoxia católica es fuerte, condicionando así la ortopraxis del fiel coherente.
Ahora bien, más allá de la moral, no hay que olvidar que la religión no es solo moral. La moral es únicamente una de las cuatro patas de la mesa de la fe. Faltan el credo, los sacramentos y la liturgia o la fe que se celebra, y la oración, o la fe que se vuelve diálogo con Dios. El planteamiento de origen reduce la religión a moralina y es mucho más, pues nos marca el sentido trascendente de nuestra vida
Plantear desde una perspectiva católica que da igual cualquier religión y que lo importante es la ortopraxis no deja de ser doloroso, pues ignora sistemáticamente los tesoros de la fe católica, que sólo los católicos tenemos (los ortodoxos también). La grandeza de la Eucaristía, Dios con nosotros, Dios en nosotros, y la protección materna de María. Supone esta perspectiva estar ciego para los dos grandes privilegios que nos otorga la fe: la Eucaristía y la Virgen, además de la figura amable del Papa, esa sí, exclusivamente nuestra.
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