Este 1 de mayo se celebra en casi todo el mundo el Día del Trabajo. La Iglesia católica hace más de 50 años instituyó la importancia de esta fiesta para reflexionar sobre la figura de san José, el padre de Jesús, quien fue un modelo de trabajador como sostén de su familia.
La fiesta de san José obrero fue establecida el 1 de mayo de 1955, en el papado de Pío XII, quien quería reivindicar del trabajo y de su "fiesta" el verdadero significado y el valor cristiano que no pertenece a una ideología o a un partido, sino al hombre.
En el mes de marzo el Papa Francisco mencionó en un encuentro con empleados y directivos de una empresa que “los diversos sujetos, políticos, sociales y económicos están llamados a promover un enfoque diferente del trabajo, basado en la justicia y la solidaridad, para garantizar a cada uno la posibilidad de desempeñar un trabajo digno y que debe de estar al alcance de todos”.
Con ello, el Papa reiteró lo que en la misa celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta del 2013 señaló: “las personas son menos importantes que las cosas que producen ganancia a los que tienen el poder político, social, económico ¿a qué punto hemos llegado? Al punto de que no somos conscientes de esta dignidad de la persona; esta dignidad del trabajo. Pero hoy la figura de San José, de Jesús y de Dios que trabajan son nuestro modelo, ya que nos enseñan el camino para ir hacia la dignidad”.
Rerum Novarum
En su encíclica Rerum Novarum, el Papa León XIII enfatizó que el hombre, abarcando con su razón cosas innumerables, enlazando y relacionando las cosas futuras con las presentes y siendo dueño de sus actos, se gobierna a sí mismo con la previsión de su inteligencia, sometido además a la ley eterna y bajo el poder de Dios, por lo cual tiene en su mano elegir las cosas que estime más convenientes para su bienestar, no sólo en cuanto al presente, sino también para el futuro.
Señala que las autoridades no deben de cesar de inculcar en todos los hombres de cualquier clase social las máximas de vida tomadas del Evangelio, que luchen con todas las fuerzas a su alcance por la salvación de los pueblos y que, sobre todo, se afanen por conservar en sí mismos e inculcar en los demás, desde los más altos hasta los más humildes, la caridad, señora y reina de todas las virtudes, la cual es el antídoto más seguro contra la insolvencia y el egoísmo del mundo, cuyos rasgos y grados divinos expresó el apóstol San Pablo en sus palabras: “La caridad es paciente, es benigna, no se aferra a lo que es suyo; lo sufre todo, lo soporta todo” 1 Cor 13, 4-7.
Laborem Exercens
San Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens de 1981 hace hincapié que el trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad, relacionada con el mantenimiento de la vida, no puede llamarse trabajo; solamente el hombre es capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo a cabo, llenando a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra. De este modo el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas; este signo determina su característica interior y constituye en cierto sentido su misma naturaleza.
El Santo Padre menciona que el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo. A esto va unida inmediatamente una consecuencia muy importante de naturaleza ética: es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está “en función del hombre” y no el hombre “en función del trabajo”.
“Con el sudor de tu rostro comerás el pan”. Estas palabras se refieren a la fatiga,a veces pesada, que desde entonces acompaña al trabajo humano; pero no cambian el hecho de que éste es el camino por el que el hombre realiza el “dominio”que le es propio sobre el mundo visible “sometiendo” la tierra.
Esta fatiga es un hecho universalmente conocido, porque es universalmente experimentado. Lo saben los hombres del trabajo manual, realizado a veces en condiciones excepcionalmente pesadas. La saben no sólo los agricultores, que consumen largas jornadas en cultivar la tierra, la cual a veces “produce abrojos y espinas”, sino también los mineros en las minas o en las canteras de piedra, los siderúrgicos junto a sus altos hornos, los hombres que trabajan en obras de albañilería y en el sector de la construcción con frecuente peligro de vida o de invalidez.
Lo saben a su vez los hombres vinculados a la mesa de trabajo intelectual; lo saben los científicos; lo saben los hombres sobre quienes pesa la gran responsabilidad de decisiones destinadas a tener una vasta repercusión social y lo saben las mujeres, que a veces, sin un adecuado reconocimiento por parte de la sociedad y de sus mismos familiares, soportan cada día la fatiga y la responsabilidad de la casa y de la educación de los hijos.
No obstante, con toda esta fatiga, y quizás, en un cierto sentido, debido a ella, el trabajo es un bien del hombre, un bien de su humanidad, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido “se hace más hombre”.
El trabajo es el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del hombre. Estos dos ámbitos de valores, uno relacionado con el trabajo y otro consecuente con el carácter familiar de la vida humana, deben unirse entre sí correctamente y correctamente compenetrarse, ya que, en efecto, la familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo.
Centesimus Annus
Por último en la encíclica Centesimus Annus, San Juan Pablo II subraya que “el yugo casi servil”, al comienzo de la sociedad industrial, obligó a su predecesor León XIII a tomar la palabra en defensa del hombre. La Iglesia ha permanecido fiel a este compromiso en los pasados cien años, ha intervenido en el periodo turbulento de la lucha de clases; después de la Primera Guerra Mundial, para defender al hombre de la explotación económica y de la tiranía de los sistemas totalitarios. Después de la segunda guerra mundial, ha puesto la dignidad de la persona en el centro de sus mensajes sociales, insistiendo en el destino universal de los bienes materiales, sobre un orden social sin opresión basado en el espíritu de colaboración y solidaridad.
Finalmente ha afirmado continuamente que la persona y la sociedad no tienen necesidad solamente de estos bienes, sino también de los valores espirituales y religiosos. Además, dándose cuenta cada vez mejor de que demasiados hombres viven no en el bienestar del mundo occidental, sino en la miseria de los países en vías de desarrollo y soportan una condición que sigue siendo la del “yugo casi servil”, la Iglesia ha sentido y sigue sintiendo la obligación de denunciar tal realidad con toda claridad y franqueza.
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