Una convención sometida a tormento

La Santa Sede tuvo otro mal trago en Ginebra con motivo de los abusos de menores. En febrero fue criticada por el Comité para los Derechos del Niño, encargado de vigilar el cumplimiento de la Convención del mismo título (cfr. Aceprensa, 6-02-2014). Los reproches que le hicieron se basaban casi por completo en hechos antiguos, y el Comité se extralimitó al extenderlos a la doctrina de la Iglesia sobre el aborto, la contracepción y otros asuntos. Pero es indudable que ha habido abusos y en otros tiempos no se los atajó, como reconoció el representante vaticano, y que tales delitos son materia de la Convención.

El 5 y el 6 de mayo, el representante de la Santa Sede, Mons. Silvano Tomasi, recibió una nueva reprensión de otro Comité de la ONU. Se repitieron los cargos y descargos sobre el mismo tema. Los medios de comunicación publicaron noticias y comentarios parecidos a los de febrero. Casi ninguno se preguntó qué tienen que ver los abusos de menores con la Convención contra la Tortura, que es la competencia de este segundo comité.

¿Torturas? En Guantánamo

La Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes trata, como cualquiera imagina antes de leerla, de hechos como los cometidos durante la represión realizada por la dictadura militar argentina en los años 70, hace poco por la CIA en los interrogatorios a prisioneros en Guantánamo u otros tantos, sistemáticos o esporádicos, ocurridos en prisiones o comisarías de muy distintos lugares.

Por ejemplo, a finales de marzo fue liberado en Japón un hombre condenado a muerte hace 45 años, cuando los jueces reconocieron por fin que la sentencia había sido injusta: se basó en una confesión del acusado, de la que él en seguida se retractó, obtenida por la policía mediante golpes, amenazas y prolongada privación de sueño en 240 horas de interrogatorios a lo largo de 20 días.

Todos esos actos caen bajo el concepto de tortura definido por la Convención (art. 1.1):

A los efectos de la presente Convención, se entenderá por el término ‘tortura’ todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia.

El texto extiende la aplicación de algunos preceptos a “otros actos que constituyan tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes y que no lleguen a ser tortura”, con la misma condición de que “esos actos sean cometidos por un funcionario público…”, etc. (art. 16.1).

Un clérigo no es un funcionario vaticano

La vicepresidenta Felice Gaer y otros miembros del Comité contra la Tortura sostienen que los abusos de menores por parte de sacerdotes o religiosos son torturas o tratos crueles, y que los clérigos son funcionarios de la Santa Sede.

Lo segundo es muy discutible, y de hecho no ha sido admitido hasta ahora por ningún tribunal. Sólo en dos pleitos iniciados en Estados Unidos se pretende atribuir responsabilidad civil a la Santa Sede por abusos cometidos por sacerdotes. Uno (O’Bryan vs. Holy See) no llegó a juicio: fue abandonado en 2010, tras seis años de trámites, cuando los abogados de los demandantes vieron que tenían pocas posibilidades de éxito y que, aun si ganaran, la indemnización no sería suficiente para compensar los gastos. El otro (John Doe vs. Holy See), presentado en 2002, fue desestimado por un juez federal y luego (agosto de 2013) por un tribunal de apelaciones: ambos dictaminaron que un sacerdote no es un empleado o agente de la Santa Sede.

Palabras tergiversadas

Pero aunque alguna vez se sentenciara lo contrario, la acusación no se sostiene sin la primera tesis, que no casa con el art. 1 de la Convención ni con el significado patente de las palabras.

Cuando uno que no forma parte de ese Comité ginebrino oye hablar de “tortura”, piensa en algo que hacen con personas privadas de libertad otros que las tienen bajo su poder: policías, militares o cualesquiera agentes de un gobierno, aunque a veces también torturan milicias irregulares o secuestradores.

La Convención sigue el sentir común, como expresamente muestra al ordenar medidas para prevenir la tortura (y los tratos o penas crueles del art. 16.1):

Todo Estado Parte velará por que se incluyan una educación y una información completas sobre la prohibición de la tortura en la formación profesional del personal encargado de la aplicación de la ley, sea éste civil o militar, del personal médico, de los funcionarios públicos y otras personas que puedan participar en la custodia, el interrogatorio o el tratamiento de cualquier persona sometida a cualquier forma de arresto, detención o prisión (art. 10.1).

Todo Estado Parte mantendrá sistemáticamente en examen las normas e instrucciones, métodos y prácticas de interrogatorio, así como las disposiciones para la custodia y el tratamiento de las personas sometidas a cualquier forma de arresto, detención o prisión en cualquier territorio que esté bajo su jurisdicción, a fin de evitar todo caso de tortura (art. 11).

Los abusos de menores son actos execrables, como han repetido los Papas desde Juan Pablo II en relación con los cometidos por sacerdotes. Pero no son tortura, como tampoco genocidio, ni crímenes de guerra, ni terrorismo. Puede haber agresiones sexuales a menores acompañados de tortura, como en el caso del pederasta belga Marc Dutroux, que en efecto violó y torturó a seis chicas. Ahora bien, si pudo someterlas a torturas es porque primero las había secuestrado. ¿Cuántos casos de abusos de menores retenidos a la fuerza por sacerdotes ha contado Felice Gaer?

Como es sabido, los abusos de menores, a manos de clérigos o laicos, no suelen incluir violencia física, y menos tortura: por eso los culpables pueden reincidir con las mismas víctimas sin secuestrarlas. La peculiar malicia que revisten estos delitos radica en que el abusador se vale de su ascendencia o autoridad sobre la víctima, que por ignorancia o temor no se resiste ni delata. Es, por eso, indignante. Pero hay que atar en el potro a la Convención de la ONU y aun al mismo diccionario para hacerlos confesar que eso es tortura.

Estrategia ideológica

La explicación de este tormento a los conceptos es de estrategia judicial. A diferencia del abuso de menores, la tortura no prescribe. Y si el Comité contra la Tortura concluye que la Santa Sede ha incumplido las obligaciones impuestas por la Convención, aunque sus observaciones no son vinculantes, se podrán emplear en apoyo de acusaciones ante los tribunales. Una asociación estadounidense de víctimas de abusos, la NSTAP, favorece tales demandas contra el Vaticano, y presentó alegaciones al Comité contra la Tortura, que fueron utilizadas por Gaer.

Por eso, el portavoz de la Santa Sede, el Padre Federico Lombardi, dijo la semana pasada que presentar los abusos de menores como torturas es un empeño “falaz y forzado” de algunas ONG “de marcado carácter ideológico”. Añadió que las convenciones de la ONU corren peligro de desprestigio si son usadas como “palancas para hacer presión en favor de ideologías”.

La Santa Sede ha firmado otros tratados de la ONU. Quizá veremos nuevas trasmutaciones de los abusos de menores, disfrazados de discriminación racial1 o delincuencia transnacional organizada;2 y las sesiones de control de la ONU, convertidas en un circo.

1 Convención del 7-03-1966.
2 Convención del 15-11-2000.

ACEPRENSA

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