1) Para saber
Un superviviente de los campos de concentración nazis, Elie Wiesel, se dedicó a escribir y hablar sobre los horrores del Holocausto para evitar que se repita. Fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 1986. Tras ser arrestado por los alemanes a los 14 años, fue llevado al campo de concentración: “Por la tarde, nos pusieron en fila. Tres prisioneros trajeron una mesa e instrumentos médicos. Con la manga del brazo izquierdo levantada, cada uno debía pasar delante de la mesa. Los tres “antiguos”, agujas en mano, nos grabaron un número en el brazo izquierdo. Yo me convertí en A-7713. En adelante no tendría otro nombre…”. Fue una táctica para intentar despersonalizarlos, sepultando sus nombres.
Sucede que lo primero que conocemos de una persona es su nombre. Por él la llamamos, la distinguimos, y la recordamos. En la Biblia, el nombre es tan importante que casi se identifica con la persona misma. Santificar el nombre de Dios es santificar y honrar a Dios mismo. El Papa Francisco invita a profundizar en el nombre de la Tercera Persona de la Trinidad para conocerla mejor: el Espíritu Santo. El nombre “Espíritu” es la versión latinizada de la palabra hebrea: “Ruah”, que significa soplo, viento, aliento, respiración.
2) Para pensar
Los romanos pensaban que el nombre determinaba en gran medida el destino de quien lo llevaba; por ello afirmaban: “Nomen est omen” (el nombre es presagio), frase atribuida al escritor de teatro Plauto. En su obra Persa, el esclavo Toxilo engaña a su amo al comprar una esclava cara llamada Lucris (de lucrar, hacer ganancias) diciéndole: Nomen est omen (“nombre es presagio”). O sea, que su nombre indica que vale ese precio.
Aunque a las mascotas las llamamos con un nombre, con propiedad, sólo las personas tienen un nombre con quienes dialogamos. Siendo el Espíritu Santo una persona divina, también podemos hablar con Él. Su importancia la conoció el filósofo Walter Benjamín: “El nombre es la esencia más interior del lenguaje”. Pensemos si dialogamos con el Espíritu Santo.
3) Para vivir
El nombre de Ruah (viento) nos revela del Espíritu Santo su fuerza arrolladora e indomable, capaz de transformarlo todo. Se ve claramente cuando en Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre los Apóstoles acompañado por el “ruido de un viento impetuoso” (cf. Hch 2,2). Fue como si el Espíritu Santo quisiera poner su firma a lo que estaba sucediendo, dice el Papa Francisco.
Otra característica del viento es la libertad. Lo reafirman las palabras de Jesús refiriéndose al Espíritu Santo: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va”. San Pablo afirma que “donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad”. Por ello el Espíritu de Dios nos hace verdaderamente libres. Pero es libertad para el bien, no un pretexto para hacer lo que cada uno quiere, ni “pretexto para la carne”, la discordia, los celos o envidias o la explotación de los demás. Somos libres para adherirnos libremente a la voluntad de Dios. Hemos de aprender a vivir la libertad de hijos de Dios, no de esclavos. Libres para servir en el amor, la alegría y sencillez de corazón tal como nos enseñó Jesús con su propia vida.
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