Ha concluido un año más. Siempre resultan especiales los momentos de fin de año, con todas sus añoranzas y expectativas entremezcladas. Los recuerdos de lo acaecido en el año agonizante que dan paso a las ilusiones que se proyectan al que comienza. Para mí, particularmente resulta oportuno dar gracias. Es el momento del agradecimiento por excelencia.
¿Agradecer por qué?, podría preguntarse más de uno: Seguimos en la pandemia, con un virus que muta como si fuera serie de Netflix que se reinventa, en mi país la inflación va que vuela, la tasa de desempleo crece, los indicadores económicos no son esperanzadores, la violencia aumentó exponencialmente. No, definitivamente no tendríamos que agradecer nada; más bien cabría un reclamo, no se sabe muy bien a quién, pero reclamo. En último término, al pobre Dios, a quien solemos culpar de todos nuestros sinsabores.
Esta postura, realmente comprensible, no quita el hecho de que podamos estar discutiendo ahora sobre el valor de un año, el sentido de la vida, los vaivenes de la misma… es decir, da muchas cosas por supuestas, realidades de las cuales debemos estar agradecidos, por lo menos así lo veo personalmente. Estamos vivos, que ya es ganancia, más en tiempos de pandemia, y tenemos la capacidad de valorar el año que concluye y proyectar el nuevo que comienza. Tenemos, mal que bien, nuestras facultades intactas, nuestros sueños vivos, nuestras esperanzas vigentes. Sí, tenemos mucho por lo que agradecer. Es cuestión de mirar bien la ecuación, y no poner el acento en lo que me falta, sino en lo que tengo.
No se trata de una terapia psicológica de autoayuda. Más bien de un modo de ver la vida, cuando se la mira desde la fe. ¡Qué triste no tener a quién agradecer!, ¡qué dolorosa la ausencia de Dios en nuestra sociedad secularizada! Tener necesidad de agradecer y no saber muy bien a qué o a quién se le agradece el hecho de que estamos vivos, así como todas las experiencias que hayamos atesorado a lo largo del año. Y subrayo todas, porque de lo malo también se aprende; muchas veces aprovechamos más cuando mordemos el polvo, que cuando todo marcha bien; por lo menos vemos con mayor clarividencia quienes somos realmente.
Tener a Dios en la ecuación facilita la tarea de agradecer; ya no es vacía, genérica o absurda, sino concreta y real. Al concluir un año más, mi primer impulso es de agradecimiento a Dios por todo: por lo que va y por lo que no va, por la vida, la experiencia, el aprendizaje, por mis hermanos, por tanta gente con la que me he cruzado en el caminar de mi existencia. Soy consciente de que no todos pueden tener la misma perspectiva: hay quien ha perdido a un ser querido, hay quien ha perdido la salud o el empleo o las tres cosas juntas, ¿cómo agradecer en esas circunstancias?
Tales circunstancias nos enfrentan abruptamente con el misterio de la vida, que viene siempre acompañada por la experiencia del dolor, y en algunos momentos este se vuelve más intenso, casi obsesivo y omnipresente. Pero si nos distanciamos un poco de los hechos dolorosos que ensombrecen nuestra perspectiva, podremos descubrir que aún ahí hay motivos de agradecimiento. Agradecer por el ser querido, mientras lo tuve, por la salud perdida, porque la tuve, por el trabajo, porque algún tiempo lo tuve. Agradecer porque esas circunstancias quizá me han vuelto más fuerte, o me han otorgado mayor sabiduría, o me han hecho darme cuenta de lo que realmente vale la pena en esta vida, o me han conducido a recapacitar y reorientar mi existencia. En fin, porque me han ayudado a no poner todas las manzanas en una misma canasta, y han contribuido a que elevara la vista al más allá, meta de mi peregrinación terrena.
En efecto, una cadencia infinita de años que se suceden, no tiene sentido y volvería absurda nuestra existencia. Precisamente la conciencia del paso del tiempo “cronos”, nos enfrenta con la conciencia del tiempo de salvación “kairós”. La consideración de la brevedad y fugacidad de la vida, nos abre la perspectiva hacia la eternidad; a veces los eventos dolorosos nos enfrentan abruptamente a ella, pero si los vivimos de la mano de Dios, aprendemos a sacar bien del mal, vida de la muerte. Por eso, un año que pasa, un año más que es un año menos, nos puede conducir a mirar la vida con sabiduría y dar gracias a Dios.
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