Resulta triste que el caso de Asia Bibi, mujer a punto de perder la vida por su fe cristiana, no haya tenido el eco mundial de otros casos de injusticia, precisamente por su fe en Cristo.
Quizá es poco familiar este nombre, y es una pena, porque la persona que lo tiene es lo que en terminología clásica se llamaría “confesora de la fe”, es decir, alguien que por creer en Jesucristo ha sufrido mucho por parte de los enemigos de la Cruz, sin llegar a perder la vida en su tormento. En este caso, ella ha estado en el corredor de la muerte durante nueve años, con sentencia de muerte dictada, hasta que –finalmente– ha sido absuelta el 31 de octubre de este año. Es verdad que no se puede cantar victoria: una cosa es que la “justicia” oficial de Pakistán la haya absuelto de la acusación de blasfemia, que lleva aparejada pena de muerte en aquel país, y otra muy distinta que logre conservar la vida. En efecto, lo que no hizo el verdugo del Estado puede hacerlo cualquier fanático en turno. Por ello urge sacarla del país y, ni aun así, puede afirmarse que se encontrará segura. En realidad, para Asia Bibi la vida nunca volverá a ser igual, pero por lo menos ahora tiene esperanza de vida y, sobre todo, ningún dolor y sacrificio será olvidado por el Altísimo, que la recompensará generosamente.
Madre de cinco hijos, invitada por las autoridades locales a que abandone su fe cristiana y recupere la libertad convirtiéndose al islam, ha rechazado repetidamente esa oferta, diciendo que si muere por ser cristiana acepta gozosa la muerte. Varias autoridades pakistaníes han perdido la vida en manos de extremistas por defenderla: Salman Taseer, gobernador del Punjab y Shahbaz Bhatti, ministro de Minorías. No obstante quedar libre, su vida tiene precio, pues un imán ha decretado su muerte y ofrecido una recompensa a quien la ejecute.
Sin embargo, resulta esperanzador que haya sido absuelta a pesar de la fuerte presión en contra. Muchos activistas católicos y protestantes la han defendido, e incluso, el papa Benedicto XVI pidió oficialmente su liberación. Por su parte, Francisco se reunió en el Vaticano con su marido y sus cinco hijos, y juntos tuvieron un entrañable momento de oración. Aunque el futuro no parece nada claro, por lo menos supone un triunfo de la cordura y de la dignidad humana, así como una incipiente señal de respeto a las minorías religiosas. Es triste, sin embargo, que por el hecho de tratarse de una cristiana, es decir, no de una de las “minorías de moda” haya tenido escaso eco en los medios de comunicación. Ya se ve que aquello de que “hay algunos más iguales que otros” se aplica a las minorías: “hay minorías más minorías que otras”; es decir, existen minorías que interesa proteger y existen otras que no le interesan a nadie, o a casi nadie. Es extraño, por ejemplo, cómo las feministas no le han hecho ningún eco, cuando la que sufre injustas vejaciones es una mujer.
Ahora bien, el ejemplo de Asia Bibi es demoledor para un cristianismo tibio, tantas veces preocupado en reducir al mínimo las exigencias de la fe. Frente a un occidente que muchas veces encuentra exagerado el esfuerzo por asistir a misa los domingos, aquí tenemos a una mujer fuerte, que no ha vacilado en gastar nueve años de su vida en la cárcel, con sentencia de muerte dictada, en verse separada de su familia, y en ser odiada por muchos de sus connacionales por el único delito de no aceptar convertirse al islam y mantenerse fiel a Jesucristo. Es un termómetro del valor que tiene la fe en su vida y en su familia, y un recordatorio de que no todo se juega en esta vida, siendo la otra real y auténtica, y donde Dios nos tiene preparado un premio que colma generosamente cualquier sacrificio que hayamos podido hacer en su Nombre.
La vida y el calvario de Asia Bibi son un fuerte revulsivo para nuestras conciencias laxas y cómodas y nos recuerda a un tiempo la radicalidad y el valor del evangelio. Ojalá que su sacrificio y el de su familia no resulte estéril, y que su generosa y sacrificada confesión de fe nos sirva a todos para tomarnos más en serio la nuestra y fortalecerla, ajustando nuestra escala de valores y prioridades, de forma que no perdamos de vista, abrumados por los placeres y las comodidades, los premios que Dios nos tiene reservados después. Asia Bibi nos recuerda que todavía hay santos entre nosotros, y que suelen ser las personas más sencillas y humildes, los “pobres de Yahvé” en terminología bíblica. Si no podemos imitarlos, sigamos por lo menos su senda.
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