“Las Bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos” (CIC 1717).
“El deseo natural de felicidad (bienaventuranza) es de origen divino, Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer” (CIC 1718). Y es en la unión de un hombre y una mujer, institución que Dios fundó desde la Creación para realizar este deseo. Ya que es en la unión del hombre y la mujer donde se halla: el amor de él por ella y el amor de ella por él, y el amor de ambos, que se manifiesta en los hijos y en la relación con su entorno. Este amor humanamente trinitario, imperfecto y limitadísimo es semejanza de Dios, confirmación que Dios existe, que Dios es bueno, que Dios es santo, que Dios es misericordioso y nos ama: Dios es feliz.
Pues este Dios se manifestó en Santa María de Guadalupe y eligió dejar estampada su Imagen en la tilma de un natural de Cuauhtitlán, Juan Diego Cuauhtlatoatzin, confidente de la dulce Señora del Tepeyac. No dejó estampada su venerable Imagen en la Tilma de Juan Diego por capricho, ni cosa parecida, sino fue para inculturarse en el alma y la vida toda del mexicano y de todos aquellos fieles quienes reciben a Santa María como la Madre del arraigadísimo Dios por quien se vive.
En efecto, como describe Fray Bernardino de Sahagún –en su Historia General de las cosas de Nueva España–, la tilma para los naturales formaba parte importante de su vida. Les servía para cosechar su sustento, cubrirse del sol o del frío. Desde que se le imponía el nombre de las criaturas (niños), en una especie de rito bautismal, se les ponía la mantilla atada sobre el hombro.
Y es también la manera en que hacían los casamientos, habiendo llegado la novia a la casa del novio, los ponían juntos al hogar, la mujer a la mano izquierda del varón y éste a la mano derecha de la mujer y la suegra de ésta le ceñía un huipilli; todo muy labrado, y la suegra del novio a éste le cubría una manta anudada sobre el hombro. Hecho esto las casamenteras ataban la manta del novio con el huipilli de la novia.
En el signo de atamiento a través de la manta (tilma) entre el hombre y la mujer podemos percibir la Voluntad de Dios de dar plenitud a los significados más importantes de nuestra cultura, que tienen su origen en el mismo Dios. “De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso” (CIC 28).
En el caso del matrimonio de nuestros predecesores, Dios da plenitud y cabal cumplimiento (cf. Mt 5,17; Mt 19, 6-8) a la unión de un hombre y una mujer elevándola a sacramento. Y al quedarse estampada la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en la Tilma de un natural, Dios quiere recordarnos y confirmarnos que venimos de Dios, que somos semejantes a Dios y, puesto que ahora ya nacimos desde el sacramento del Bautismo del amor de Dios y de la unión de un hombre y una mujer mediante el sacramento de Matrimonio, nos llama a la bondad, a la santidad, a la misericordia, al amor: a ser bienaventurados.
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