Comienza la cuaresma, tiempo que solía ser de: ayuno, penitencia, limosna y oración; y que el laicismo imperante ha convertido en tiempo de preparación para las vacaciones de primavera.
La cuaresma, que comienza el miércoles de ceniza es, de acuerdo con la definición de San León Magno, un retiro colectivo de cuarenta días, durante los cuales la Iglesia, proponiendo a sus fieles el ejemplo de Cristo en su retiro al desierto, se prepara para la celebración de las solemnidades pascuales con la purificación del corazón y una práctica perfecta de la vida cristiana.
El uso de la ceniza como símbolo de duelo, penitencia y conversión es una práctica muy antigua, pues se observa en varios libros del Antiguo Testamento. En continuidad con esta tradición, la iglesia, desde los primeros siglos, acostumbraba a cubrir de cenizas la cabeza del penitente público. Es, en la edad media, entre los siglos VIII y IX, que el día de las cenizas (dies cinerum) marca el inicio de la cuaresma.
Actualmente, en la ceremonia del miércoles de ceniza, se utilizan las cenizas obtenidas al quemar los restos de las palmas bendecidas el domingo de ramos del año anterior. Estas son impuestas por el sacerdote quien, haciendo la señal de la Cruz sobre la frente del fiel, exclama: “Acuérdate hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás”. Con éste solemne recordatorio de nuestra muerte, que nos advierte sobre la fragilidad de la vida y lo corto que son nuestros días, da comienzo la cuaresma.
Esos cuarenta días que, hace sólo unas cuantas décadas, solían estar marcados por: el ayuno, la penitencia, la limosna y la oración; y que, el laicismo imperante en nuestra sociedad ha convertido, en tiempo de preparación para las vacaciones de primavera; que, en nuestra mundana impaciencia, nos parecen, tan largos como la cuaresma.
El ambiente, definitivamente, no ayuda. Cada vez es menos lo que, en nuestro mundo, nos invita a la templanza, a la circunspección y a la humildad. La sobriedad y el recogimiento, característicos de la cuaresma, ahora ya no se observan, ni siquiera en la semana santa, en la cual se llenan las playas antes que las iglesias. Aún para la mayoría de los católicos, la cuaresma es, si acaso, un tiempo de reflexión, más parecido a los buenos propósitos laicistas de año nuevo que, a un tiempo de franca conversión a través de la penitencia y la oración.
Aún los católicos, olvidando que estamos en el mundo, pero no somos del mundo; hemos abandonado la batalla espiritual sin tregua que es la vida del cristiano. Así, ignorando el sentido trascendente de nuestra existencia e inmersos en la mentalidad materialista, nos esforzamos por conseguir lo banal, lo superficial. En lugar de acumular tesoros en el cielo, al cual no dudamos ni por un instante que iremos; además directamente, nos dedicamos a obtener todo aquello que se pierde tan fácil y dura tan poco.
Sin embargo, sabemos que en nuestro mundo hay algo, y mucho, que no marcha bien. Constantemente nos vemos amenazados por los fantasmas de pandemias, de guerras y de desastres naturales. Además, cada vez más países son dirigidos por tiranos convertidos en gobernantes, quienes no sólo amenazan nuestra libertad, sino que a través de las leyes criminales del aborto y la eutanasia han sembrado la semilla de la muerte en el seno mismo de la familia y con sus leyes inmorales han corrompido las costumbres, destrozando a nuestra sociedad.
Los cristianos modernos, tan a gusto en el mundo y con el mundo, hemos depuesto nuestras armas y vivimos como si la batalla entre el espíritu y la carne fuese cosa del pasado, ignorando hasta el sentido del pecado; como no sean los llamados pecados sociales, ecológicos; y uno que otro de omisión.
La tibieza del católico condena a la perdición a la sociedad. Si queremos que la sociedad cambie, necesitamos empezar por nuestra propia conversión, reconociéndonos pecadores, preparándonos para la batalla y proclamando a nuestro Redentor. Necesitamos, como San Pablo, exclamar humildemente: “No hago el bien que deseo sino el mal que no quiero.” Y seguir las enseñanzas de Cristo Quien nos advierte: “Orad, pues el espíritu está presto pero la carne es débil”.
Nuestros pecados, nuestras miserias e iniquidades son muchas, pero la misericordia de Dios es aún mayor y siempre esta prestó a perdonarnos mediante el sacramento de la confesión. Aprovechemos esta cuaresma para acercarnos a Cristo con fe y humildad, diciéndole como el leproso; “Señor, si quieres, puedes curarme”.
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