¿Cómo podría explicarnos el Cielo?

Podemos ir adelantando el Cielo aquí en la Tierra: si amamos a Dios, si desterramos el egoísmo u amor propio desordenado, si los triunfos y alegrías de los demás nos dan gusto y no envidia.

Muy difícil tu pregunta (pregunta una chica de 15 años), porque nunca he estado. Los que lo han visto, como san Pablo, dicen: “Ni ojo vio, ni oído oyó, lo que Dios tiene preparado para los que le aman”. No podemos imaginárnoslo porque no es una realidad sensible, a la que estamos acostumbrados por los sentidos (vista, tacto, gusto), sino una realidad espiritual.

De todas formas, la teología permite avanzar unas ideas válidas sobre cómo es el cielo, con base, claro está, en la Biblia. San Pablo es muy claro, en la Epístola a los Corintios, cuando afirma que en el cielo cesarán la fe y la esperanza, pero no la caridad. La ley del cielo, el ambiente del cielo, es la caridad. ¿Qué quiere decir eso? Que vamos a dedicarnos a amar, a amar a Dios y en Dios a los demás. Ver a los demás con los ojos de Dios, quererlos como los quiere Dios.

En este sentido, suelo comentar, en el Cielo sí que habrá “clases sociales”, “desigualdad.” ¿Por qué? Quienes más hayan amado a Dios en esta vida, más capacidad de amarlo tendrán después en el Cielo. Estarán más cerca de Dios los santos que más lo hayan querido: san José, san Juan, santa Teresita, san Juan Pablo II, san Josemaría, santa Teresa de Calcuta y un largo etcétera. Quien se salve en el último minuto, después de una vida desordenada, alcanzará el cielo por Misericordia de Dios (en realidad, todos los que lleguemos –espero encontrarme entre ellos– lo tendremos por su Misericordia), pero su capacidad de amar a Dios será mucho más pequeña que la de quien toda su vida cultivó el amor a Dios. La que está más cerca de Dios, quien es modelo de la Iglesia y sobrepasa a todos los santos, es la Virgen. Todos están en el mismo Cielo, pero la capacidad de Dios que tiene cada uno será diferente.

Ahora bien, precisamente porque en el Cielo impera la caridad, el amor a Dios, a los demás y a uno mismo ordenadamente, no habrá envidias ni comparaciones. Es decir, parte del premio y de la alegría del que se salvó por un pelito, quizá por las avemarías que de niño rezó, teniendo después una vida disoluta y perversa, arrepintiéndose por intercesión de la Virgen en el último segundo, parte de su premio, decía, será ver la gloria que alcanzan los demás en el Cielo.

Es decir, al imperar la caridad, en el Cielo reina una absoluta comunión. Todos estaremos profundamente unidos; los bienes de los demás, en cierta forma serán míos, me producirán gozo, alegría, no recelo ni envidia. No me compararé con los otros, me alegraré con sus dones, que me llevarán a dar más gloria a Dios, y aumentarán mi felicidad, no la empañarán.

El Cielo es, entonces, un misterio de profunda comunión, de profunda fraternidad, donde recuperaremos, purificados de toda ganga de egoísmo, los amores nobles que hayamos cultivado aquí en la Tierra, potenciados y ennoblecidos por el amor a Dios. En Dios amaremos a nuestros padres, hermanos, amigos y amores de la Tierra. La alegría y el gozo de mi hermano aumentarán los míos. 

Por eso, podemos ir adelantando el Cielo aquí en la Tierra: si amamos a Dios, si desterramos el egoísmo u amor propio desordenado, si los triunfos y alegrías de los demás nos dan gusto y no envidia, si en nuestro interior reina la paz y nos sentidos unidos a quienes nos rodean, de alguna forma anticipamos el Cielo, lo pregustamos. Para eso sirve la vida espiritual, vida interior o vida sobrenatural. A eso conduce, o a eso debería conducir, y si no lo hace, no es auténtica. Me lleva a ver lo bueno de los demás y a sufrir con sus dolores y sus miserias; no produce nunca un celo amargo o fastidio porque no hacen las cosas bien. Por el contrario, los errores y faltas de los demás me llevan a rezar por ellos, a comprenderlos e intentar ayudarlos. Es decir, a verlos como los ve Dios, con sus capacidades y posibilidades, no a juzgarlos crudamente.

 

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