La verdad es la verdad, independientemente de quien la diga. No importa que todo el mundo afirme que el error es verdad; si no es verdad, no lo es, aunque todos estén de acuerdo en lo contrario. “¿Tu verdad? No, ¡la verdad!, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela” dijo bien Machado. En efecto, si cerramos los ojos a la realidad los únicos perjudicados seremos nosotros, pues el error no salva, destruye, y la mentira tiene “patas cortas”, tarde o temprano revela su auténtico rostro, muchas veces cuando el daño ya es demasiado grave.
Los experimentos humanos en donde queda patente cómo, a pesar de realizar ímprobos esfuerzos, todos ellos se muestran estériles cuando nos empeñamos en construir el mundo de espaldas a la verdad o a establecerla por decreto, ya van siendo bastantes. Dicen, sin embargo, que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. El nazismo, el comunismo, el liberalismo salvaje han prometido ser la panacea, la verdad, el cenit de la civilización, y no han conducido sino a la barbarie. Si los genocidios de los primeros 70 años del siglo XX fueron de carácter político; a partir de los años 70 hasta la actualidad, el genocida se viste de bata blanca, lo realiza de manera aséptica y cobra pingües ingresos por asesinar, haciéndolo siempre, claro está, dentro de una supuesta “legalidad”. Me refiero, obviamente, a la barbarie del aborto.
Así como ahora nosotros contemplamos, en una mezcla de horror y perplejidad, a los genocidas del siglo XX, presumiblemente en un futuro no muy lejano, nuestros congéneres del mañana nos mirarán peor que nosotros a los caníbales, observando cómo teniendo plenas evidencias empíricas de que la vida humana comienza en la concepción, hemos seguido practicando inmisericordemente el aborto.
Una luz de esperanza para la vida, sin embargo, se ha encendido recientemente. Comenzaba estas letras diciendo que la verdad es verdad independientemente de quien lo afirme o reconozca, pero para que esa verdad sea acogida, escuchada y, principalmente, implementada con todas sus consecuencias, por arduas que puedan ser, sí importa mucho quien lo afirme. Muchos, millones, muy probablemente la mayoría de las personas considerábamos, pese a la feroz campaña para normalizar lo abominable, que era así. Los datos que aporta la genética, avalados por algunos de sus más altos cultivadores, como Jérôme Lejeune, así lo sentenciaban. El ADN, como carné de identidad del ser humano, distinto del de ambos padres, que será el mismo desde la concepción hasta la muerte, y contiene toda la información biológica del individuo en cuestión así lo mostraba. Pero esta sorda evidencia no es tomada en cuenta; la civilización prefiere mirar hacia otra parte, es más cómodo. Los poderosos preferían ignorarlo, como antaño hicieron con la esclavitud: era patente su injusticia, pero también su utilidad, era mejor dejar así las cosas, hasta que la evidencia se impuso y el holocausto concluyó.
Algo semejante está sucediendo con el aborto. El HHS (U.S. Department of Health and Human Services) en su plan estratégico 2018-2002 hizo un pequeño cambio en la redacción, pero pocas letras dicen mucho: Antes decía: “HHS cumple su misión a través de programas e iniciativas que cubren un amplio espectro de actividades, sirviendo a los estadounidenses en todas las etapas de la vida”. Ahora, en cambio: “HHS cumple su misión a través de programas e iniciativas que cubren un amplio espectro de actividades, sirviendo y protegiendo a los estadounidenses en todas las etapas de la vida, desde la concepción”. ¡Desde la concepción!, ¡los servicios de salud estadounidenses planean reconocer cabalmente que la vida humana comienza desde la concepción! Era obvio que era vida (no era material inerte, tampoco un tumor) y evidente que era humana (no era un mandril ni un cocodrilo), pero no se atrevían a decirlo. Ya lo han hecho, y con ello, la evidencia científica, a pesar de las manipulaciones ideológicas, comenzará a abrirse paso. En un lapso, Dios quiera que sea breve, a las concepciones filosóficas (la noción de persona), las legislaciones políticas y a las convicciones morales socialmente aceptadas no les quedará otro camino que doblegarse a la evidencia contundente.
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