Protección de Guadalupe

Consagrar nuestros pueblos a María de Guadalupe (Parte I de III)

La pandemia causada por el coronavirus nos cuestiona a todos de diversas maneras. La Cuaresma y la Semana Santa de este año han quedado misteriosamente marcadas por el aislamiento, por el contagio creciente y por los numerosos muertos. La respuesta de los diversos países ha sido variada y en muchos casos objeto de fuertes cuestionamientos. Quienes trivializaron la peligrosidad del COVID-19 en las primeras etapas de su expansión han tenido que reconocer la necesidad de un cambio de estrategia. Una corrección de fondo, tanto en los diagnósticos como en la respuesta sanitaria y económica, se impone a fuerza de realidad. Lamentablemente, los errores cometidos al comienzo no son fáciles de compensar, y mucho menos pueden ser maquillados. Sin embargo, siempre es posible aprender de nuestras graves fallas, siempre es posible pedir ayuda y avanzar por un camino distinto.

América Latina no es la excepción en este contexto. La debilidad geopolítica de la región causada principalmente por una deficiente asimilación de los factores que nos hermanan como naciones y de una, aún más deficiente, consciencia respecto a nuestra común vocación, hace que potencialmente los efectos de una pandemia imperfectamente atendida y entendida, puedan ser devastadores.

Consciente de los rasgos esenciales de este escenario, el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) ha invitado a todos los obispos de la región a consagrar sus pueblos a la Virgen de Guadalupe el domingo de Resurrección (12 de abril de 2020). Lo que pareciera ser un recurso meramente devocional propio de las actividades de la vida privada, posee un significado de la mayor importancia regional en esta situación de emergencia.

Así trataremos de explicar de manera sucinta algunos elementos que nos ayuden a valorar la consagración de nuestras familias y de nuestras naciones a María de Guadalupe. Para ello, recordaremos algunos elementos del acontecimiento guadalupano, miraremos las violencias y las epidemias del pasado y trataremos de ayudar a disponer el corazón para un acto de entrega confiada, que se renueve diariamente en nuestras vidas.

El contexto del acontecimiento guadalupano

María de Guadalupe en América Latina no es solamente una devoción entrañable. Los pueblos prehispánicos, altamente conflictuados con los conquistadores en el siglo XVI, mermados demográficamente a causa del choque militar y de las enfermedades, encontraron en la Virgen María un camino que permitió no solamente disminuir el encono sino facilitar el mestizaje y transitar por un camino que generó un pueblo nuevo.

Las epidemias no fueron ajenas a este contexto. La primera entra por el puerto de Veracruz en 1520 a través de un esclavo enfermo de viruela, propiedad de Pánfilo de Narváez. La población indígena no tenía resistencia inmunológica para esta enfermedad por lo que se calcula que murieron tres millones de personas en un año. Muchas de las muertes fueron por contagio, pero otras acontecieron a causa de un sistema económico y ecológico frágil. En los años subsiguientes epidemias más localizadas fueron apareciendo. Y, en 1545, otra enfermedad, el sarampión volvió a arrasar. Muchas comunidades que habían sufrido importantes disminuciones poblacionales desaparecieron por completo. La Nueva España en su conjunto tenía 15 millones de personas en 1519. En 1550 solo quedaban 3 millones de nativos y 35 mil no nativos.[1]

El panorama no era alentador. Esto es más claro si tomamos en cuenta que lo que sucedía en la conquista era interpretado por los indígenas no sólo como una invasión militar sino como una catástrofe cósmica. El día 1 Serpiente del Año 3 Casa, es decir, el 13 de agosto de 1521, la “quinta edad”, el “quinto sol” se ocultaba para siempre. La religiosidad indígena estaba muy unida al conocimiento astronómico y a la política. La destrucción, largamente presentida a través de leyendas y profecías, parecía cumplirse al ver caer a la Gran Tenochtitlán. La oscuridad era enorme. Nadie veía con claridad cual pudiera ser la salida. Los “cantos de angustia” o “cantos de huérfanos” (icnocuícatl) que los indígenas compusieron tras la derrota exhiben con un dramatismo extraordinario la “visión de los vencidos”.[2]

Un acontecimiento más que un símbolo

Justo, al interior de este pathos, en diciembre de 1531 sucede el acontecimiento guadalupano. Lo que históricamente acaece no es la invención de un símbolo sino la irrupción de algo objetivamente imprevisible.[3] Santa María de Guadalupe, con rasgos mestizos, sale al encuentro de san Juan Diego y le encomienda una misión: pedir al obispo la construcción de una “casita sagrada” para que Ella pueda escuchar el llanto del pueblo, “su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores, y para realizar lo que pretende mi compasiva mirada misericordiosa”.[4]

La “casita sagrada” que se ha de construir ciertamente es un medio para recoger el dolor y atender el sufrimiento, para sanar heridas y devolver la vida a aquello que parece estar muriendo. Sin embargo, la “casita sagrada” también es una imagen sobre el sentido del universo, es la referencia que orienta, es el lugar desde el cual se mira todo desde su centro. La “casita” es la matriz desde la que nace una nueva familia, es decir, un pueblo nuevo en el que se recogen las culturas prehispánicas y la cultura española, –¡pero no para repetirlas!–, sino para integrarlas en una síntesis mayor que las supone y las supera permanentemente.

Los conquistadores y evangelizadores de la primera época intentan construir un nuevo orden a imagen y semejanza de Castilla. Sin embargo, todo este proyecto, se topa con una realidad que se resiste a ser comprendida de manera unilateral. Tzvetan Todorov en su libro La Conquista de América, recoge testimonios de conquistadores y misioneros para mostrar que su sistema de reconocimiento del “otro” fracasa.[5] Cristóbal Colón no logra conocer ni amar al indígena. Es un explorador que queda rebasado por su descubrimiento; Hernán Cortés conoce bien al indígena pero no lo ama. El paradigma desde el cual viene le impide mirar al “otro” como alguien con igual dignidad. Fray Bartolomé de Las Casas ama al indígena pero lo conoce muy poco. No le alcanza la vida para desentrañar la riqueza de las culturas prehispánicas. Los misioneros y cronistas que llegan a América lentamente aman y conocecen al indígena pero les invade el pesimismo ante la difícil conversión de “los naturales”. Solo la aparición de la Virgen de Guadalupe da inicio histórico a una verdadera evangelización inculturada, a una pedagogía del reconocimiento del otro como sujeto digno y al nacimiento de un nuevo pueblo que no es continuación de la lógica estratégica de la corona española sino irrupción gradual de una novedad empíricamente detectable.[6]

En otras palabras, María de Guadalupe logra lo que muchos misioneros habrían deseado y no consiguieron: reconocer elementos de la teogonía indígena como preparación para la recepción del Evangelio y recuperar la dignidad de aquellos que pensaban, hablaban, vestían y creían de un modo distinto al europeo.

[1] Cf. B. García Martínez, “Los años de la Conquista”, en A.A. V.V. Nueva Historia General de México, El Colegio de México, México 2019, p.p. 193-196.

[2] Cf. M. León-Portilla, Visión de los vencidos, UNAM, México 1959.

[3][3] Cf. F. González, Guadalupe: pulso y corazón de un pueblo, Encuentro, Madrid 2004.

[4] Nican Mopohua, n.n. 32-33.

[5] Cf. T. Todorov, La Conquista de América. El problema del Otro, Siglo XXI, México 2007.

[6] Cf. P. Alarcón, El amor de Jesús vivo en la Virgen de Guadalupe, Palibrio, EUA 2013, Cap. I.

 

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