Esta columna es la última de tres partes de la reflexión del doctor Rodrigo Guerra en torno a la Consagración de los países latinoamericanos por los obispos a raíz de la pandemia de COVID-19, el significado del acontecimiento guadalupano y su presencia constante y benéfica en la historia de México durante las epidemias en diversos siglos.
Tercera entrega.
Consagrar nuestras vidas, consagrar nuestros pueblos
Lo que inició con Juan Diego, se continuó a través de los siglos en los pueblos latinoamericanos: temerosos de nuestras flaquezas y de las circunstancias muchas veces adversas, andamos como desconcertados intentando encontrar rumbo. En medio de esta desorientación y extravío, María de Guadalupe nos habla desde el Tepeyac y nos invita a volver a andar el camino de Juan Diego.
En efecto, María de Guadalupe ha sido el modo cómo Dios ha escogido anunciar al “nuevo mundo” que Jesucristo es una Persona viva que se hace encuentro. El anuncio no es para los pobladores de las inmediaciones del cerro del Tepeyac o para los habitantes de la Ciudad de México. El acontecimiento guadalupano posee una dimensión universal aún cuando se haya dado bajo ciertas coordenadas histórico-culturales y con un protagonista central preciso: san Juan Diego, laico indígena, mestizo de corazón, y discípulo-misionero que desde la periferia lleva la buena noticia al centro y “desde abajo” ilumina a quienes, a los ojos humanos, están “arriba”.
María sale al encuentro de Juan Diego y lo sorprende entregándose a él como Madre que lo cuida. Ella será el resguardo, el cobijo tan largamente anhelado por su corazón herido. Él, por su parte, termina confiando en Ella y actuando con la certeza de que no estará solo durante y después de su misión: ¡convencer al obispo de que se edifique un templo! Esto nos permite advertir que de una manera análoga a como Jesucristo en la Cruz entrega al apóstol Juan en las manos de María y confía a María a los cuidados de Juan (Jn 19,26-27),[15] las palabras de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego y la respuesta de él parecen consistir justamente en la forma originaria en la que Juan Diego – y con él todos nuestros pueblos– se consagra a su presencia maternal. La comunión de vida con María –del apóstol Juan y de Juan Diego– marca así no solamente un itinerario espiritual sino también un destino para los que se suman a esta aventura.[16]
Al que se abandona en María le será mucho más fácil tener la actitud de hijo de Dios; del hijo que, al saber que es amado y cuidado realmente, vela por su dignidad y por la de sus hermanos. Entonces, la solidaridad, es decir, la mutua corresponsabilidad, no brota aquí como un añadido extrínseco o cómo un exhorto moral, sino como parte de la dinámica de la gracia que reconstruye nuestra vida hecha pedazos para que podamos eventualmente ayudar a otros a vivir la misma experiencia. Este mutuo cuidado, esta caridad recíproca, reconstruye el tejido social de los pueblos y las comunidades desgarradas por múltiples violencias y les permite eventualmente disponerse para que Dios –si quiere– actúe a favor de la salud y del bien común de los pueblos. Este mutuo cuidado radical, este ser y hacer junto con otros, repropone en el fondo a la Iglesia como sujeto social y disuelve las fantasmagorías eclesiológicas que de manera ahistórica afirman el cristianismo como mera inspiración pero no como presencia empírica y carnal.
La iniciativa del CELAM
El Consejo Episcopal Latinoamericano ha dado un paso adelante invitando a todos a consagrarnos a María de Guadalupe y a pedir, con humildad, el cese de la pandemia del COVID-19. Del Río Bravo y hasta la Patagonia, con todas nuestras limitaciones, olvidos y pecados, nos entregamos al “hueco de su manto”, al “cruce de sus brazos” y pedimos que de nuevo ocurra el milagro. El milagro de la salud –si es su Voluntad– pero principalmente el milagro de la fraternidad y la reconciliación. Sólo con esta premisa será posible imaginar que las familias se reúnan y se abracen tras el aislamiento. Sólo así, una nueva consciencia sobre nuestra fragilidad podrá hacernos más cuidadosos en nuestras opciones económicas y políticas. Sólo de esta manera, la Iglesia podrá renovarse bajo una dinámica sinodal verdadera y no meramente cosmética. Y al final, una ecúmene de pueblos soberanos unidos por nuevos lazos de cooperación e integración solidarias podrá emerger para hacer de nuestra región un protagonista global y no un mero objeto de uso o de abuso por parte de los poderosos.
Al interior de esta última idea, me parece oportuno también señalar que algún día, quizás, nuestros hermanos del Norte de América también se animen a entregarse a Ella. Hace un par de meses participé en una reunión con la presidencia de los obispos canadienses, estadounidenses y del CELAM en la Ciudad de Tampa. Quiero pensar que las reflexiones que hicimos sobre la situación de América Latina y sobre la necesidad de nuevas formas de cooperación eclesial puedan ser una semilla que eventualmente de fruto en un gesto de consagración y de conversión pastoral continental.
No quisiera terminar esta meditación en voz alta sin citar un importante texto del papa Francisco. El 12 de diciembre de 2016, el sucesor de Pedro pronunció una homilía que hoy adquiere más sentido que nunca y nos pueden permitir captar aún más el significado profundo de consagrar nuestras vidas y nuestros pueblos a la Virgen de Guadalupe, raíz y horizonte de nuestras naciones:
Celebrar a María es, en primer lugar, hacer memoria de la madre, hacer memoria de que no somos ni seremos nunca un pueblo huérfano. ¡Tenemos Madre! Y donde está la madre hay siempre presencia y sabor a hogar. Donde está la madre, los hermanos se podrán pelear pero siempre triunfará el sentido de unidad. Donde está la madre, no faltará la lucha a favor de la fraternidad.
Siempre me ha impresionado ver, en distintos pueblos de América Latina, esas madres luchadoras que, a menudo ellas solas, logran sacar adelante a sus hijos. Así es María con nosotros, somos sus hijos: Mujer luchadora frente a la sociedad de la desconfianza y de la ceguera, frente a la sociedad de la desidia y la dispersión; Mujer que lucha para potenciar la alegría del Evangelio. Lucha para darle «carne» al Evangelio.
Mirar la Guadalupana es recordar que la visita del Señor pasa siempre por medio de aquellos que logran «hacer carne» su Palabra, que buscan encarnar la vida de Dios en sus entrañas, volviéndose signos vivos de su misericordia.
Celebrar la memoria de María es afirmar contra todo pronóstico que «en el corazón y en la vida de nuestros pueblos late un fuerte sentido de esperanza, no obstante, las condiciones de vida que parecen ofuscar toda esperanza». María, porque creyó, amó; porque es sierva del Señor y sierva de sus hermanos.
Celebrar la memoria de María es celebrar que nosotros, al igual que ella, estamos invitados a salir e ir al encuentro de los demás con su misma mirada, con sus mismas entrañas de misericordia, con sus mismos gestos.
Contemplarla es sentir la fuerte invitación a imitar su fe. Su presencia nos lleva a la reconciliación, dándonos fuerza para generar lazos en nuestra bendita tierra latinoamericana, diciéndole «sí» a la vida y «no» a todo tipo de indiferencia, de exclusión, de descarte de pueblos o personas.
No tengamos miedo de salir a mirar a los demás con su misma mirada. Una mirada que nos hace hermanos. Lo hacemos porque, al igual que Juan Diego, sabemos que aquí está nuestra madre, sabemos que estamos bajo su sombra y su resguardo, que es la fuente de nuestra alegría, que estamos en el cruce de sus brazos.
Que en estas palabras de Francisco, encontremos todos, un camino como el de Juan Diego, y con ello, la dirección para dar un nuevo paso cualitativo en la historia de América Latina.
[15] Cf. San Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 45.
[16] Cf. S. Biela, En los brazos de María, Colección Tras las Huellas de San Juan Diego, Puebla 2004, p.p. 165-177.
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