La persecución en Occidente contra los cristianos nada tiene que ver con asuntos ideológicos o partidistas. Los motivos, como hemos reflexionado, hay que buscarlos en su rebelión contra la cultura del descarte, con su decidida defensa de la vida, la libertad y la justicia en clave de misericordia, desde la fecundación hasta la muerte natural, incluyendo las más diversas situaciones entre esos dos momentos.
Las persecuciones nada tienen de nuevo. Empezaron durante la vida de Jesús cuando al acoso de fariseos y maestros de la ley, le siguió la traición y la crucifixión. Su resurrección sólo provocó que sus perseguidores cargaran contra sus discípulos y así hasta nuestros días.
Diversos tiranos, tiranuelos y gobernantes de diversos linajes han tratado de contener y destruir a la Iglesia, a través de los más diversos medios. Nerón, Napoleón, Hitler, Calles y Stalin pensaron que el asunto era cosa de números. A más muertos, menos cristianos; pero fallaron.
Los actuales persecutores en Occidente son de otro linaje, pertenecen, digamos, a la estirpe de Constantino y Juliano II. Veamos.
En el siglo IV se celebró el primer gran concilio ecuménico de la Iglesia en la ciudad de Nicea (325 d.C.). Era menester aclarar la fe de los apóstoles, ante la confusión generada por Arrio. Según este presbítero de Alejandría y sus seguidores, Jesús no era el hijo de Dios, consustancial al Padre; acaso el ser más importante de la creación; pero nunca Dios. El Concilio dejó clara la doctrina apostólica sobre Cristo en la fórmula que hoy seguimos rezando en el credo cada domingo. El emperador Constantino, contra lo que se cree, decantó su preferencia por los arrianos porque ellos sí estaban dispuestos a negociar principios a cambio de apoyos políticos y protección. El resultado fue la primera persecución de baja intensidad en la historia que derivó, como siempre, en posteriores y muy violentas medidas contra los cristianos. Como podemos observar, esos políticos e ideólogos de hoy que se dicen católicos devotos, pero que combaten contra las enseñanzas de la Iglesia, incluido la idea misma de Cristo, nada tienen de originales. Acaso pasan por arrianos trasnochados.
Poco tiempo después, el Emperador Juliano II renegó del cristianismo y se declaró contra los cristianos, pero no contra sus ideales. Intentó por todos los medios revivir los viejos cultos paganos, pretendiendo que en sus templos se ejercieran las mismas actividades de caridad que distinguían a los cristianos, al tiempo de perseguirlos por todos los medios, incluidas campañas de injustas calumnias. Puesto que esas cosas dependen de la fe y no de la simple buena voluntad, fracasó. Nuestros políticos e ideólogos que buscan implantar un cristianismo sin Cristo nada tienen de originales, aunque se sientan genios al hacerlo. En su loco afán califican de julianitos y poco más.
Jesús de Nazaret sabía que las persecuciones eran inevitables. No sólo lo advirtió, fue el primero en sufrir las consecuencias y derrotar de manera contundente a sus perseguidores. Sobre la base de su experiencia personal ideó la más sorprendente estrategia de resistencia y contraataque en cuatro movimientos.
Primero. Fidelidad al modo de ser Iglesia que Jesús mismo indicó. Como han señalado Benedicto XVI y Francisco, éste consiste en celebrar el amor de Cristo en la liturgia y los sacramentos; dejarse provocar por su Palabra y; actuar mirando siempre a la persona. Si no se dan los tres momentos, la evangelización se torna imposible o, peor aún, se confunde con un programa político.
Segundo. Vivir en clave de bienaventuranza. No esperar el momento heroico, reservado a los mártires, sino vivir como bienaventurados en lo más cotidiano de nuestra existencia. Siempre hay ocasión para ser pobres de espíritu, humildes, consoladores, compasivos, de corazón limpio, porque siempre es momento para trabajar por la paz, con hambre y sed de justicia, por ejemplo, en la chamba y la familia.
Tercero. Amar a los enemigos y poner la otra mejilla (aquí empieza uno a sudar). Amar no es negar la enemistad, sino entender y luchar por medios que dignifiquen a las personas para que se haga justicia. Por eso es necesario poner la otra mejilla -que no es jugar al buenazo-, para llamar a la razón a quien nos ofende y actuar en consecuencia.
Cuarto. Aceptar nuestra condición de fragilidad y pecado. En el camino seguro pecaremos; pero mucho más seguro es que Jesús ahí estará para mirarnos con misericordia, levantarnos y enviarnos una vez más a anunciar la Buena Nueva.
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