Defensa de los límites

“El Señor Dios plantó un jardín en el Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y buenos para comer; y además, en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal.

“Un río nacía en el Edén para regar el jardín, y desde allí se dividía formando cuatro brazos… 

“El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén para que lo trabajara y lo cuidara. Y el Señor Dios impuso al hombre el siguiente mandamiento:

“-De todos los árboles del jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día en que comas de él, morirás sin remedio” (Génesis 2, 8-17).

¿Qué significa este árbol misterioso colocado precisamente a mitad del parque? ¿Para qué fue puesto allí, por qué motivo? Y, sobre todo, ¿por qué no era posible comer de sus jugosos frutos? ¿Se trataba, pues, de una especie de trampa para hacer caer –y de paso perder– a la díscola criatura del sexto día? 

Ya sé que Mark Twain (1835-1910), el popularísimo escritor estadounidenses, arremetió contra Dios por haber colocado allí ese árbol, y que se puso a blasfemar de lo lindo por lo que él consideraba una mala treta del Creador del universo. Pero el que lea de este modo el texto santo, es decir, sospechando de las intenciones de Dios, no hará sino dar palos de ciego. ¡Ese tal no habrá entendido nada de nada! 

Es claro que si se toma el relato en un sentido burdamente literal, producirá en el ingenuo lector un cierto escándalo. Y eso fue lo que pasó con Mark Twain, que era –y pido perdón a sus fans por decirlo tan abruptamente– un ingenuo y muy mal lector de la Biblia.

En realidad, lo que el relato quiere decir en su sentido más profundo es que los límites existen y que el hombre podrá vivir sólo si sabe reconocerlos y respetarlos.

“Adán –parece decir Dios al primer hombre–: te hice libre; libre, con una libertad muy grande y muy amplia, pero no infinita. Puedes comer según tu antojo de todos los árboles del jardín, pero ante el árbol de la ciencia del bien y del mal deberás detenerte. ¡Ya no eres libre para comer de sus frutos! Tienes libertad para todo, menos para eso. ¡Respeta, por amor tuyo, el único límite que te impongo!”

San Francisco de Sales (1567-1622) vio en el pecado de Adán la muestra más representativa de la tozudez humana: ese gusto insano por llevar siempre la contraria en todo, y así lo expresó a una amiga suya de una manera que no vacilo en llamar lacónica: “Los mandamientos de Dios son dulces –dijo por carta a la señora Brûlat en 1604–, y no solamente los generales, sino también los particulares de cada estado. ¿Por qué, pues, a veces nos parecen molestos? Únicamente porque nuestra voluntad quiere imponerse a toda costa. ¡Tal vez aun aquellas cosas que desearía, si no le fueran impuestas, las rechazaría si se le impusieran! Entre miles de frutos deliciosos que había en el Paraíso, Eva se fijó en el que estaba prohibido y que, de no haberlo estado, tal vez no le hubiera llamado la atención”.

Esto es verdad letra por letra. Pero también es cierto que, sea por la razón que fuere, Adán y Eva traspasaron los límites, y que allí donde los límites son traspasados, allí se desencadena al punto la catástrofe. ¿Qué sucede, por ejemplo, cuando el mar traspasa los límites que le fueron trazados por Dios? ¿Y qué cuando un río impetuoso se desborda? Pues bien, también el hombre se desborda a veces, y gracias a ese desbordamiento o, por mejor decir, a causa de esa libertad desmesurada o vuelta loca, muchos a su alrededor sucumben.

En un ensayo de 1948 titulado “El destierro de Helena”, Albert Camus (1913-1960), sin ser un hombre religioso –o siéndolo a su manera: desde la negación–, se lamentaba por la supresión de los límites y de las desgracias que su desaparición había ocasionado a la humanidad:

“El pensamiento griego siempre se afirmó en la idea del límite. Nunca abusó de nada, ni de lo sagrado ni de la razón, porque nunca negó nada, ni lo sagrado ni la razón. El pensamiento griego lo admitió todo equilibrando las sombras con la luz. Nuestra Europa, en cambio, lanzada a la conquista de la totalidad, es hija de lo desmedido”.

Y sigue diciendo: “Los griegos, que durante siglos enteros se plantearon la cuestión de lo justo, no lograrían comprender nuestra idea de la justicia. Para ellos la equidad suponía un límite, en tanto que todo nuestro continente se revuelve buscando una justicia que pretende ser total… En un cielo ebrio iluminamos los soles que queremos. Mas ellos no impiden que existan los límites y que lo sepamos”.

Si un romano de los tiempos de la República, en efecto, se levantara de su sepulcro, ¿comprendería, como dice Camus, nuestra idea de la justicia? Mucho me temo que leería horrorizado nuestros códigos civiles y volvería a su tumba de nuevo, contento de no vivir ni un minuto más en el mundo de la desmesura.

Pero no, no es que hayamos puesto los límites demasiado lejos: es que los hemos suprimido todos y hasta la idea misma de límite. ¡Es de propósito que no cito ejemplos! El lector de esta página, si no la lee de corrido y medita un poco al respecto, encontrará por sí mismo cientos y aun miles.

Tal vez los humanos no vayamos a perecer, como dicen muchos, por exceso de radiactividad; tal vez perezcamos, como nadie osa decir, por exceso de libertad.

 

@voxfides

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