Primero Misa

Después de la pandemia

En la reciente encuesta Planning Quant sobre el impacto que ha tenido la pandemia en la sociedad mexicana, no deja de ser sorprendente uno de los datos duros que arrojaron las estadísticas: nada más terminar la cuarentena, uno de cada tres mexicanos aprovechará para asistir a la santa misa. No es sólo el elevado porcentaje de personas que lo hará, sino que se configura en primerísimo lugar, incluso supera a la asistencia a eventos familiares y sociales, que alcanza el 24 por ciento o ir al cine que consigue únicamente un 14 por ciento de las preferencias. La asistencia a la eucaristía se posiciona en el primer lugar de las actividades que los mexicanos realizarán nada más superar la crisis del COVID-19.

Recientemente Francisco ha publicado un breve, pero hermoso libro, titulado La vida después de la pandemia, en el que incluye las reflexiones, discursos y homilías que ha tenido con ocasión de esta tragedia para la humanidad. El sentido de publicarlo en el momento en que Italia se prepara para volver gradualmente a la normalidad es claro: aprovechar la lección; que la pandemia no nos deje igual que antes, sino golpeados –no podría ser de otro modo–, pero mejores. Que aprovechemos la contrariedad para superar algunos de los vicios endémicos de la sociedad, como pueden ser el individualismo, la superficialidad o el consumismo. La crisis nos ha ayudado a ser solidarios, ¡que no se pierda eso!, y también a descubrir dramáticamente, la falsedad de nuestra presunta autosuficiencia: somos frágiles y necesitados de Dios, ¡no lo olvidemos!

La encuesta Planning Quant evidencia que, por lo menos en las intenciones, los mexicanos han aprendido la lección, o por lo menos parte de ella. ¿Por qué asistir a misa nada más terminar la pandemia?, ¿no hay cosas más urgentes? Urgentes seguro que sí, importantes no. Asistir a la eucaristía es fundamental para agradecer a Dios que estamos vivos, pedir por los que partieron, implorar ayuda por los que todavía luchan por su vida y los que pelean por la salud de la sociedad, y para pedir ayuda en el delicado momento de volver a la “normalidad”, en medio de una gravísima crisis económica. Para dar testimonio de que Dios no nos ha abandonado en medio de la tormenta, y de que contamos con Él para retornar a nuestras actividades y asumir nuevos desafíos, superar nuevas dificultades. Para dar testimonio, en fin, de que nuestra vida no se agota en esta vida presente, y de que la realidad no se reduce exclusivamente a aquello que puedo tocar y medir. Por eso y por el deseo de estar en comunión con Dios, con mi familia y con la sociedad, es importante asistir a misa. Una tercera parte de la población mexicana se ha dado cuenta de ello.

La gente se ha preguntado con frecuencia si estamos sufriendo un “castigo divino”. Es imposible saberlo con certeza, habría que preguntarle directamente a Dios. Pero lo seguro es que nada escapa a la Providencia divina, y que Dios no causa los males, pero los permite para obtener bienes aún mayores. Por eso, más que llamarle “castigo”, yo lo denominaría “purificación”, una oportunidad de volver a lo esencial, a lo importante, una ocasión que nos ha obligado a pararnos y reflexionar, una situación que nos ha ayudado a redescubrir la importancia de la dimensión espiritual de nuestra existencia, pues finalmente es un poderoso motor que nos ayuda a enfrentar las dificultades con la actitud correcta. En este sentido, se puede decir que una importante porción de la población aprendió la lección, devolviéndole el protagonismo a la dimensión espiritual de su existencia, pues de ella se han agarrado para superar la tormenta. La utilidad social de la religión queda patente.

Es verdad que los mexicanos somos propensos a caer en lo que algunos llaman: “síndrome del agua de tamarindo”. Bebida dulce mexicana que debe tomarse poco después de ser agitada, porque de lo contrario la pulpa sabrosa cae en el fondo del vaso. Así los mexicanos, tenemos sabor mientras las aguas están agitadas, decayendo pronto, sin embargo, nuestro esfuerzo. Esperemos que no suceda con la pandemia: ha sido una lección dolorosa, difícil de aprender, de esas enseñanzas que no se olvidan en toda la vida, pues como dice el adagio: “la letra, con sangre entra”, en esta ocasión, la lección entró con el coronavirus.

 

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