Se va haciendo costumbre dedicar el 25 de marzo de cada año a recordar el valor intangible de la vida, intentando contrarrestar de alguna forma la cultura de la muerte que se cierne sombríamente sobre la sociedad.
Con frecuencia se organizan en torno a esta fecha y en diferentes lugares, marchas, muchas de las cuales cuentan con una asistencia masiva. Este sencillo dato nos confirma que, a pesar de las apariencias, en su inmensa mayoría los hombres siguen aceptándola como un don, el cual es preciso proteger frente a su banalización o valoración meramente utilitarista. Reconocen, en definitiva, que la vida es un valor intangible, siendo eso precisamente el contenido de la palabra dignidad.
Sin embargo, es doloroso constatar cómo se va difundiendo la cultura de la muerte, de forma que muchas veces se confunde con progreso o desarrollo. En realidad, es síntoma de egoísmo y de carencia de humanidad, de desprecio por la vida y por lo que somos, pues todo queda supeditado a la oportunidad o al deseo. La vida sólo vale si es deseada, si es planeada, si se puede vivir con placer y comodidad. Es decir, deja de ser un valor absoluto, deja de valer por sí misma, pierde la dignidad y comienza a tener un precio.
Esta lógica ciega del Estado del bienestar no es muy diversa de la lógica del narcotraficante. No en vano san Agustín afirmó ya hace mucho tiempo que sin justicia nada distingue al gobierno de una banda de ladrones.
Es curioso constatar una cierta simetría entre desprecio de la vida naciente y de la vida en su fase final. Entre aborto y eutanasia. Una simetría entre pérdida del sentido del valor de la vida (su dignidad, su carácter intangible, no sometido a las leyes del mercado) y el debilitamiento de la familia. Sin vida familiar se desdibuja el valor de la vida, y la vida de muchas personas se aboca a la soledad.
Efectivamente, abundan en medios materiales, pero también en relaciones líquidas, superficiales, rezuman soledad. Cuando el desarrollo conduce a la soledad, lleva consigo una alta dosis de frustración e infelicidad. Por ello, aparece una nueva y dolorosa simetría: la pérdida del valor de la vida y el debilitamiento de la estructura familiar suelen coincidir con una más alta tasa de suicidios, señal inequívoca de infelicidad. El desarrollo egoísta conduce a la infelicidad.
Todo ello ha llevado, en la práctica, a implantar pacíficamente políticas auténticamente nazis en estos países desarrollados. En efecto, Hitler fue pionero de la eugenesia, es decir, decidir arbitrariamente quién debería nacer y quién no (como se hace con el ganado). Sin embargo, ni la Alemania Nazi consiguió lo que ya alcanzó Islandia, seguida de cerca por Dinamarca, Inglaterra y España: reducir a 0 el número de nacimientos con Trisomía 21 o Síndrome de Down. No es que los “hayan curado”, sino que el método para erradicarlos ha sido abortarlos.
Da vértigo constatar el desprecio por la vida y el egoísmo social que suponen semejantes medidas. Ciertamente, otro paralelismo inquietante es: pérdida del sentido de la vida, debilitamiento de la estructura familiar, mayor índice de suicidios y, por último, pérdida del sentido religioso.
En efecto, estos países destacan por su creciente ateísmo. Se cumple en ellos a la letra la profecía de Henry de Lubac: «No es verdad que el hombre, como al parecer a veces se dice, no puede organizar el mundo terreno sin Dios. Pero es verdad que al fin y al cabo sin Dios no puede menos de organizarlo contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano».
No está de más recordar que estos países están perdiendo una hermosa riqueza al asesinar a estos niños. Los siguientes datos, publicados en el American Journal of Medical Genetics hablan por sí solos. Los padres de estos niños: el 99% declara que los ama, el 97% que se sienten orgullosos de ellos, el 79% afirma que gracias a ellos ven la vida de un modo más positivo. Los hermanos: el 88% de los hermanos mayores afirman que gracias a ellos son mejores personas y el 94% se sienten orgullosos de ser sus hermanos. Los niños síndrome de Down mayores de 12 años: el 99% indicó sentirse feliz con su vida (ojalá los sanos nos acercáramos un poco a esta proporción), el 97% afirma que le gusta como es, el 96% afirma sentirse conforme como se ve, el 99% ama a su familia y el 97% adora a sus hermanos.
Es decir, estamos matando a unas de las personas más felices del mundo y que más felicidad contagian, ¿eso es progreso?
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