Casarse muchas veces

Día de los enamorados. ¿Casarse 12,136 veces?

1) Para saber

Hay un santo que tiene la dicha de ser el patrón de los enamorados: san Valentín. Según la tradición, san Valentín arriesgaba su vida para casar cristianamente a las parejas durante la persecución. En su catequesis, el papa Francisco consideró que “quien reza es como el enamorado, que lleva siempre en el corazón a la persona amada, donde sea que esté”. La oración, fundada en la Liturgia, ha de vivirse en la vida cotidiana: por las calles, en las oficinas, en los medios de transporte… De esa manera, todo se convierte en diálogo con Dios: las alegrías se convierten en motivo de alabanza y toda prueba es ocasión para pedir ayuda. Todo pensamiento puede convertirse en oración.

2) Para pensar

El señor Justino Javier Acosta, a sus 75 años, afirmaba que se había casado 12,136 veces y que ese día lo haría una vez más. ¿Cómo es posible esto? Justino lamentaba que muchos le reclamaran por qué lo hacía, si ya estaba grande. Pero él les responde que lo hace por amor. Y aclara: “La mujer con la que me voy a casar me parece hermosa. Cocina bien, sí, cocina bien. Yo la quiero a ella porque es muy hogareña, trabajadora, responsable de su hogar y cariñosa. Ella es Teresa. Hace 12,136 días nos casamos por primera vez y el secreto para seguir juntos es volvernos a casar todos los días. Porque para casarme toda la vida, hay que casarnos todos los días”.

En un 14 de febrero, el papa Francisco recibió a más de 20 mil novios por el día de San Valentín. Los alentó a no tenerle miedo a decir “sí” para siempre, ni a dejarse vencer por la ‘cultura de lo provisional’. Estar juntos y saberse amar para siempre es el desafío de los esposos cristianos. En el Padrenuestro decimos ‘Danos hoy nuestro pan de cada día’. Ya como esposos se puede rezar: ‘Señor, danos hoy nuestro amor de cada día… enséñanos a querernos’”. Como el amor de cada día de don Justino.

3) Para vivir

La oración realiza milagros, dice el papa, nos ayuda a amar a los otros, como Jesús ama. Es una vida fea e infeliz la de las personas que siempre están juzgando a los otros. No olvidemos que todos somos pecadores y al mismo tiempo somos amados por Dios. Que sepamos amar con ternura, no obstante sus errores y sus pecados, sin olvidar que la persona siempre es más importante que sus acciones. Así descubriremos que cada persona lleva escondido un fragmento del misterio de Dios.

Recemos, pues, siempre por todo y por todos: por nuestros seres queridos, también por aquellos que no conocemos; por las personas infelices, las que sufren. Recemos incluso por nuestros enemigos. Porque la oración dispone a un amor sobreabundante. Somos seres frágiles, pero sabemos rezar: esta es nuestra mayor dignidad.

La oración nos transforma: apacigua la ira, sostiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza para perdonar. Y cuando nos viene un pensamiento de rabia, de descontento, el Señor nos da la palabra justa, el consejo para ir adelante. Porque la oración siempre es positiva. Siempre. Así los problemas no serán estorbos a nuestra felicidad, sino llamadas de Dios, ocasiones para nuestro encuentro con Él. Y cuando uno es acompañado por el Señor, se siente más valiente, más libre, y también más feliz.

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