El Cristo que nunca fue

Entre la alegría familiar y la felicidad de la oración, durante Semana Santa me tropecé con un programa de televisión en donde una de las opinadoras, famosa si las hay, hablaba de manera despectiva sobre la participación de los católicos en la sociedad, como si fuera un hecho altamente reprobable. Sin embargo, más llamó mi atención su cara de tristeza y soledad, como de enojo largamente contenido. Fue como ver un programa de añoranzas compuesto por voces de ultratumba.

Con relativa frecuencia encontramos comentarios, no tan extremos, sobre la actitud que los católicos deberíamos asumir en el debate público. Se nos achaca no estar al día con las tendencias de los tiempos, por lo cual nunca seremos aceptados en la sociedad. Lo dicen fuerte quienes promueven con ímpetu la agenda de “las izquierdas” en temas sobre vida y familia; pero no les pertenece el monopolio. Lo mismo se cuchichea entre “las derechas” acusando a los católicos de estar “desorientados” en temas de economía y justicia social. Total, nadie está contento.

La pregunta es simple: ¿Los cristianos debemos hacer callar a Jesús para participar en la vida pública? La única respuesta posible es negativa. Nada hay más triste que un cristiano vergonzante y no sólo por el daño que semejante actitud produce en su relación con Dios, también porque genera ciudadanos descafeinados, timoratos, sin compromiso. Por el testimonio de la fe, ordenado al bien del prójimo, un buen cristiano se convierte en virtuoso ciudadano.

Quienes exigen del cristiano su silencio asumen una actitud por lo menos trasnochada, en esta sociedad marcada por la pluralidad y anhelos democráticos. Cierto, los cristianos debemos aprender a actuar gozosamente en la sociedad civil, sin ocultar nuestra identidad y sin callar para quedar bien con quién sabe quien. Se trata de aprender, con Pedro, a dar razones de nuestra esperanza con gentileza y claridad.

Jesús nunca se arredró y vaya que si tuvo oportunidad de hacerlo. No lo hizo cuando fue empujado a predicar en las periferias de Jerusalén por sus detractores, ni cuando parte de sus seguidores le abandonaron “porque su doctrina era muy dura”; tampoco cuando Pedro lo negó, Judas lo vendió y sus discípulos huyeron. Incluso al mismo Pedro, roca en que fundó la Iglesia, le rechazó con fuertes voces cuando éste le insinuó que debería moderar sus palabras.

En esta lógica, resulta muy interesante el caso de Pilatos quien, en efecto, tuvo la vida de Jesús entre sus manos. No era una hipótesis, sino un hecho objetivo visto desde la perspectiva mundana. Hubiera sido tan fácil condescender y mostrarse correcto ante la invitación del pretor. Estoy cierto que el romano realmente quería salvar a Jesús, pero también que deseaba más salvarse a sí mismo. La escena siempre me recuerda las invitaciones a callar identidad y convicciones, a cambio de un lugar en la escena pública. La oferta parece tentadora. Si somos esquivos al hablar, si moderamos la denuncia, entonces se nos podría garantizar un espacio en el debate público. Sin embargo, desde ese acallamiento, ¿qué sentido tendría participar?

Cristo nunca ocultó su identidad, ni siquiera en los momentos más difíciles, pero siempre habló desde la misericordia, con caridad, para abrir anchas puertas a la esperanza. El único silencio válido para un cristiano es el que nace de la contemplación del Resucitado, porque de este silencio nace la fuerza de la palabra.

 

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