Afirmar el derecho a la vida de cada ser humano, desde el primer principio hasta la muerte natural, se ha convertido en un escándalo. Quien se atreva, debe esperar una muestra colorida de adjetivos (des)calificativos, entre ellos, reaccionario, oscurantista, ultraderechista. Lo único que no escuchará son razones válidas.
Promover la vida y dignidad de las personas es algo tan propio de los cristianos, que ya es factor de identidad y motor de sus acciones en la sociedad. Y si bien ha estado muy presente en la historia de la Iglesia, ahora se ha convertido en uno de los ejes rectores del Magisterio pontificio. No es un asunto moralista, mucho menos de geometría política, sino de compromiso con la humanidad. Como diría Maritain, el cristianismo es un humanismo integral. No es un problema de dogma religioso, mucho menos de rigorismo ético, sino de razonabilidad en la propuesta cultural.
No es razonable que, por ejemplo, los diputados autodefinidos como progresistas se nieguen a proclamar el derecho a la vida de los seres humanos en la Constitución de la CDMX, mientras se regodean porque algunos animales pudieran ser protegidos por la ley. Lo segundo, sin lo primero, evidencia un proceso grave de deshumanización en la cultura y la política. ¿Acaso un perrito, por lindo que sea, tiene más valor que un ser humano en el vientre materno? Si el derecho a la vida no es respetado como inherente a cada ser humano, entonces la defensa de cualquier otro derecho se tambalea. Si de manera clara, explícita e inequívoca el derecho a la vida no es reconocido, entonces quien detenta el poder se torna en amo y señor de la vida de las personas. Estamos ante una seria fractura en la conciencia de nuestro tiempo, ante un proceso de deshumanización que los cristianos debemos denunciar, por escandalosa que nuestra voz pudiera resultar.
Mis hermanos de rancio abolengo liberal harían muy bien en detenerse un momento a reflexionar con calma el derecho a la vida. La historia demuestra que, sin importar cuánta buena voluntad o bellas palabras se inviertan en la elaboración de estas leyes, su práctica prospera en las vertientes autoritarias de la sociedad y la política. Quienes las implantan y promueven, más temprano que tarde acaban por traicionar la libertad que decían defender.
Los ejemplos podrían multiplicarse; pero hay uno de reciente factura que debe llamar a reflexión. En Francia, el poder legislativo está por aprobar, si no es que ya aprobó, una ley que criminaliza la opinión contraria a la práctica del aborto, sin importar el medio por el cual lo hagan, sea presencial o virtual, público o privado. Lo patético es que se ha presentado como un triunfo de la libertad mientras que, quienes dicen defenderla guardan silencio o voltean para otro lado. Prefieren colaborar con la destrucción de uno de los pilares de la democracia, como es la libre expresión de las ideas, antes que ser acusados de incorrección política.
Mis amigos liberales harían bien en revisar estos asuntos con calma pues, me queda claro, están comprando la manzana envenenada del autoritarismo. No pido que lean a mis filósofos y teólogos, sino que acudan a las aguas refrescantes de la crítica liberal, desde el mismo liberalismo. Pienso, por ejemplo, en Hannah Arendt.
Para nosotros, los cristianos, el compromiso nace del testimonio de Jesús de Nazaret, la persona más radicalmente razonable que ha conocido la humanidad. No hace falta creer en su divinidad para reconocerlo. Gandhi, por ejemplo, no tuvo problemas en aceptarlo.
Es momento de preguntarnos, ¿cómo es posible que las palabras “derecho a la vida” causen terror entre los legisladores, al grado de negarse a incluirlo en una constitución que se dice liberal y progresista? ¿Su temor a la vida es tan profundo y su compromiso con la muerte tan inquebrantable? ¿Tan obnubilados están con la ideología que se han olvidado de las personas? ¿Tanto miedo nos tienen a los cristianos que exigen nuestro silencio y el sometimiento a su capricho? ¿A qué le temen?
Tres son los derechos capitales: la vida, la justicia y la libertad. Una vez comprometido el primero, el más importante, los otros dos se tornan quebradizos. La historia no miente. Los regímenes autoritarios, en su lenta formación, siguen el mismo orden, primero la vida, después la justicia y la libertad. Esta es su gramática. El único y seductor lenguaje que entienden.
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