El gran reto para los católicos mexicanos

Los católicos, como muchos mexicanos, anhelamos vivir en paz y seguridad con justicia. Sin embargo, jamás los alcanzaremos si no estamos dispuestos a luchar las pequeñas batallas cotidianas. Esto significa aprender a ser buenos cristianos y virtuosos ciudadanos.

Tenemos un compromiso con el prójimo por vocación, de otra manera no podríamos llamarnos seguidores de Jesús. Sin embargo, para cumplirlo, es indispensable que superemos la esquizofrenia espiritual que nos provoca la cultura laicista radical, es decir, el divorcio entre la fe y el testimonio público.

Empecemos, entonces, por poner el corazón en orden. La fe siempre es un asunto personal, pero jamás privado. Implica un compromiso amoroso con el prójimo, lo que nos lleva necesariamente a la vida civil. Nuestra opción personal por la fe, nuestra vida privada y el compromiso cívico están unidos de manera irrenunciable. En otras palabras, para estar a la altura de las transformaciones culturales que urgen en México, necesitamos ser, al mismo tiempo, buenos cristianos y virtuosos ciudadanos.

La separación entre bondad religiosa y virtud cívica genera terribles monstruos. Pensemos en la familia. Es constante que los extranjeros se sorprendan por la intensidad de la vida familiar del mexicano. Pongo un ejemplo. Durante las vacaciones nos aventuramos –esposa, hijos y sobrina– a las faldas del Ixtaccíhuatl. Mientras caminábamos, nos topamos de frente con una viejecita, ochenta años lo menos, que ya descendía sostenida por dos nietas bajo la mirada complaciente de sus padres. ¿Se podría encontrar mejor testimonio de solidaridad transgeneracional a 4,300 metros de altura? Me quedé pensando.

Por alguna razón, los múltiples testimonios de solidaridad familiar no logran trascender a la vida cívica, por lo menos con suficiente fuerza como para marcar la diferencia. Estoy cierto de que, cuando este modo de ser familia no trasciende a la vida pública, se vicia, y podemos transformamos en pequeñas mafias. Para la familia, solidaridad; para los demás, cinismo, abuso y transa. Es imposible encerrar la fe en el mundo de lo privado. Sólo se desarrolla cuando su bondad se proyecta también como virtud cívica.

La relación entre bondad y virtud no es asunto nuevo. Los Padres de la Iglesia, en medio de tremendas persecuciones durante los primeros siglos, articularon una apología explicando a sus perseguidores que podrían ser excelentes ciudadanos romanos, si se les permitía vivir en libertad su fe cristiana, por estar siempre orientada a la bondad. Y, lo mejor, daban testimonio irrefutable de esta sencilla verdad.

Siglos después, sobre este principio se desarrollaron los planes de estudios en los bachilleratos de las universidades medievales y modernas.

La ética natural, entendida como virtud cívica, se estudiaba en las obras de los clásicos grecorromanos, como Aristóteles y Cicerón, mientras que la bondad al prójimo se estudiaba y meditaba con el Evangelio, acompañado de una vida vinculada a los sacramentos y las obras de caridad. En ningún momento pensaron que la bondad y la virtud fueran dos mundos aparte. La ética natural compaginaba perfectamente con el Evangelio, como lo sigue haciendo. Es sencillo. La verdad no puede estar en guerra consigo misma.

Los católicos mexicanos estamos llamados, como discípulos y misioneros de Jesús, a ser constructores de solidaridad, justicia y paz, empezando por lo más cotidiano de nuestras vidas. Es indispensable que demos razones de nuestra esperanza con un claro testimonio cívico.

¡No más católicos con esquizofrenia espiritual, aunque injerten en pantera los laicistas patones! Problema de ellos.

@trasjor

@voxfides

 

Artículos Relacionados