No sé por qué, en mi sueño, he venido a dar a este lugar. ¿Qué me ha traído acá? O, mejor dicho, ¿quién? Me veo a mí mismo bajando de un destartalado autobús que, al perderse un minuto después en la lejanía, deja una estela de polvo que me hace estornudar y me oculta el paisaje.
–¡Mis maletas! -digo-. ¿Dónde están mis maletas?
Cuando subí al autobús, en la Central, eran dos, pero ahora, a mis pies, solamente había una. ¿Qué había pasado con la otra, es decir, en la que cargaba mis tesoros?
No sé qué he venido a hacer aquí, pero, según mi sueño, debo permanecer en este desierto una larga temporada: un mes entero, o tal vez dos. Incluso tres.
Esperé a que se disipara la nube de polvo para ver si lograba encontrar la maleta perdida; pero cuando se disipó la nube, no vi ni maleta ni nada. ¡Se había ido en el autobús! ¡La había perdido para siempre!
Unos hombres que no conocía se plantaron frente a mí y me hicieron señas de que los siguiera. Por alguna razón no hablaban, limitándose a mover la cabeza hacia todas direcciones. Iban los cuatro con sombrero en la cabeza y cubiertos con amplios jorongos blancos y negros para protegerse del frío. Y yo obedecí. Recorrimos juntos y sin hablar una larga calle polvorienta hasta que, por fin, llegamos a una casa pintada de gris a cuya puerta me esperaba una mujer flaca y silenciosa; ésta me dio la bienvenida de la manera más seca y me condujo a una habitación de techos altos, helada como la muerte.
–Ésta será su pieza -me dijo la mujer; sus palabras más parecían una orden que una información-. Está fría, como puede ver. ¡No importa! Por cobijas no paramos. En el armario del fondo puede usted coger todas las que guste. Y, por último, si necesita algo, no dude en llamarme.
Y ya se iba, haciendo resonar sus tacones sobre las losas, cuando se giró de golpe, como si de pronto hubiese recordado algo de suma importancia, y añadió:
–Me llamo María, pero puede decirme como le dé la gana.
–Gracias, doña María -dije.
–Soy señorita, Padre. Si quisiera omitir el doña, me daría mucho gusto.
–Gracias, María.
Me había llamado Padre. De manera que hasta en sueños era lo que soy en la realidad: sacerdote. Pero, ¿qué estaba haciendo aquí? Esto era lo que no me quedaba claro. ¿Había venido a suplir a algún colega enfermo? ¿Era éste mi nuevo destino? Mientras me preguntaba estas cosas y muchas otras más, empecé a deshacer mi maleta, quiero decir, la única que había podido rescatar de aquel naufragio. Pero, y los libros que había traído conmigo ¿dónde estaban? Los busqué afanosamente, casi con desesperación, pero en la maleta no había ningún libro. Mis libros venían en la otra, en la que había perdido. ¡Dios mío! ¿Y qué iba a hacer todo ese tiempo sin libros?
Por la tarde llamé a María y le conté mi desgracia, pero ella parecía no comprenderme. ¿Tanto alboroto por unos libros? Si hubiera perdido mi sotana, tal vez se hubiera mostrado compungida hasta la desesperación, pero ¿a quién podían importarle unos libros?
Al día siguiente convoqué a una junta a la que asistió todo el pueblo. Me presenté, dije cómo me llamaba, especifiqué el motivo de mi venida -cosa que, una vez despierto, ya no pude recordar- y pregunté en voz alta si alguien tenía libros en su casa para que me prestara algunos, prometiéndoles que se los devolvería tan pronto como los hubiese leído. Las mujeres se miraban unas a otras, mostrando caras de perplejidad, y los viejos sonreían compasivamente.
–En este lugar no hay libros -dijo, rompiendo el silencio, una mujer.
–¡Cómo! -dije-. ¿No hay libros? ¿Nadie tiene un libro? ¿Ni uno solo?
–Aquí la gente no lee -volvió a decir la mujer.
De pronto, aquel lugar me pareció inhóspito y frío. ¿Cómo vivir en un lugar donde no hay libros?
Y, cuando despierto, estoy bañado en sudor.
“Nunca vi a mi abuelo sin un libro en la mano. A veces, cuando estaba cansado, se adormecía, pero aun entre sus cabeceos continuaba con la salmodia del pasaje que estaba leyendo. Mi padre tenía libros en su botica. Mientras esperaba a los clientes, abría un libro y leía sonriendo. Jamás olvidaré esa sonrisa. Sin embargo, no eran ellos los únicos en vivir esta pasión por los libros. La mayor parte de los judíos de mi ciudad y de las otras ciudades compartían la misma pasión. ‘¿No tienes nada que hacer? -solía reprochar todo padre a su hijo-: toma entonces un libro. ¿Has acabado demasiado pronto de decir tus oraciones? Toma un libro. ¿Te duele la cabeza? El Talmud propone el mejor y menos costoso de los remedios: Estudia y te sentirás mejor. ¿Eres incapaz de leer la Biblia? Entonces recita los salmos’…
“De niño gastaba en comprar libros el poco dinero que me daban. Compraba más libros de cuantos podía permitirme, pero me daban crédito… Muchos libros quedaron sin pagar, pero no fue culpa mía: aconteció un cierto ‘evento’ y nuestras existencias fueron interrumpidas. Cuando fui llevado a un reino lejano puse en mi saco más libros que comida… Hoy, cuando viajo, tengo siempre miedo de no llevar suficientes libros conmigo. La mitad de lo que cargo en mis valijas son siempre cosas para leer; la otra mitad, cosas para escribir. El infierno es ante todo un lugar donde no hay libros. Donde no hay un solo libro”.+
Fue Elie Wiesel quien escribió un día esta maravillosa página autobiográfica. Y, no sé, tal vez haya sido ésta la que produjo aquel sueño raro. ¿O habría que llamarlo, más bien, pesadilla? Sí, eso es infierno: un lugar donde no hay libros. Donde no hay un solo libro…
@voxfides
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