Es preciso poner el alma de rodillas hasta para escribir la palabra “caridad”. Porque se trata de un vocablo que por antecedentes históricos, que por su significado y su contenido, nada tiene de humano.
Si las estrellas son la señal inequívoca de que Dios ha pasado por encima del caos para encender con su dedo luminoso los ojos serenos y transparentes de la noche, la caridad es una huella de lumbre que ha eclipsado todas las rutas de la historia y que jamás podrá ser borrada por nada ni por nadie.
Pascal, con sus largas y penetrantes miradas de solitario asombrado a las honduras y repliegues del cristianismo y del corazón humano, al encontrarse delante de la caridad, con la intuición misma con que descifraba los problemas de física, de matemáticas, comprendió que la caridad no es, no puede ser más que de origen directamente divino.
Ante todo, la caridad es un rapto de súper elevación vital. Solamente así se explica la inmensa e incontrastable superioridad de la obra del Cristianismo sobre la obra de todas las filosofías, de todas las religiones, de todos los estadistas y de todos los arquitectos de individualidades y de pueblos.
Sócrates y Marco Aurelio son la expresión de los valores más altos fundidos en las hornazas del paganismo. En su gesto, en su actividad, hay indiscutiblemente rasgos de altura iluminada y ganada con el pie ensangrentado y con la sandalia rota en las asperezas del camino.
Y cuando uno toma y apura la copa de la cicuta y el otro invoca a Epicteto y aprieta reciamente el puño para ser más fuerte que el dolor, se sienten la tentación de pensar que de allí nadie pasará.
Sin embargo, han hecho su aparición los valores humanos salidos del cristal encendido del Cristianismo y antes que nadie, Jesús, el valor histórico más fuerte, más vivo, más pujante de todos, como lo reconoció apenas hace unos cuantos meses el mismo Herber Wells y la historia, aparte de haber cambiado de ruta con una desviación estrepitosa e innegable, ha venido –en fuerza de una síntesis inesperada y luminosa– a enseñar la figura del Maestro, es el nudo central de la vida humana.
Todo lo pasado, el presente, el porvenir, se le ha incorporado y Él aparece ya en estos instantes en que aún no han sido escritas las páginas de todas las vidas ni de todos los pueblos, la clave inmensa y luminosa lo aclara todo. El milagro supremo de Cristo no es el de los ciegos ni el de los paralíticos ni el de los mares allanados y sometidos, su milagro supremo inconfundible y fundamental es la caridad. Y la señal más clara, más innegable, la vitalidad portentosa, insuperable de todo y de todos, lleva la infiltración honda y fuerte del Cristianismo.
Más aún, el milagro soberano, el milagro por excelencia, el que sobrepuja en el alcance y significación al desentumecimiento de los párpados de ciegos, las piernas alargadas y muertas de los paralíticos y aun del despertar de Lázaro, es la resurrección de la certidumbre acerca de los destinos de hombres de pueblos y de espíritus.
Nuestra época, en este punto, es la más alta y la más firme comprobación de este milagro. Juan Papini, como los leprosos que pasan por las páginas del Evangelio, era un desahuciado. Todas las filosofías lo habían dejado cansado, roído, con los ojos ansiosamente abiertos delante de la sombra y con la inquietud devoradora del espíritu hecha garfio y hundida hasta la médula del espíritu. Pero vio pasar a lo largo del camino a Cristo y hoy vive la vida, la más alta, la más honda; han caído de sus ojos de ciego las vendas de la noche, de su lengua las ligaduras que lo tenían enmudecido y sus piernas marchan rápidamente por la ruta por donde se hace, en plena luz y victoria, el viaje verdadero y definitivo.
Como este desahuciado había muchos: Chesterton, Joerhensen, Guiliotti, Gheon, y otros; todos han visto, todos han sanado, todos cantan la vida.
Nuestra época está enferma: celebró en un instante de locura y de odio sus nupcias con la sombra a la mitad de la noche, que es la hora misteriosa del error y del mal. Y hoy, al sentir que las garras afiladas de todas las crisis se clavan para despedazar carne y espíritu, vuelve en vano sus ojos angustiados a todos los oráculos que le dieron a beber el brebaje maldito. Y ha encontrado por todas partes charlatanes que disecan cuerpos y desarticulan pensamientos y almas, pero nadie ha podido entre sus maestros, decir el conjuro salvador.
Más aún, el contagio, la epidemia, penetra hasta en la carne y los huesos de los que se atreven a acercarse al enfermo, y de allí se levantan tocados de la misma enfermedad y con el alma rota por el pesimismo y el desaliento.
Tocar una pierna entumecida de paralítico, el párpado echado definitivamente hacia debajo de un ciego, el nervio muerto de un sordo y encender la luz y la vida, es un milagro, cuando esto se hace en las páginas del Evangelio.
Y la filosofía y la ciencia no harán más que discutir el caso e intentar explicarlo, pero realizarlo nunca. Abrir los ojos, desatar lengua y las piernas de los paralíticos de los ciegos y de los mudos del espíritu, es algo que ni siquiera comenzará a entender ni la filosofía ni la ciencia, que no supieron hacer más que ciegos, paralíticos y mudos del alma. Y hoy, a despecho de todo y de todos, se repite la letra sobre todo en el orden de los espíritus, página a página, el Evangelio. Los ojos del espíritu ven, los paralíticos del pensamiento se levantan y andan, los sordos de la vida interior, la única verdadera vida del hombre, oyen.
Y sobre todo, son evangelizados los pobres, los más pobres de todos, los pordioseros, los mendigos de la verdad, los desposeídos de certidumbre y de luz, todos los que vieron apagarse y caer la última antorcha que señala infaliblemente la ruta a lo largo de la peregrinación. El milagro supremo de la caridad es evangelizar.
Y este milagro, hoy como ayer, se realiza bajo la presencia real de Cristo en la historia y en nuestra vida. Y sólo Él podrá sanar a nuestra época, como solamente Él ha podido sanar la pobreza de Papini, de Chesterton y de los grandes convertidos.
Nuestra época, al parecer, vivamente preocupada por los hombres, no tiene ni siquiera un harapo para disimular su propia inmensa pobreza, que es la pobreza de vitalidad interior. La vitalidad interior es perpetuo índice que señala la luz, el rumbo y el puerto, y es inacabable aliento que se renueva y robustece todos los días en la sangre de los viajeros.
Ya se escuchan gritos penetrantes en que se llama angustiosamente el maestro, las camillas de los paralíticos comienzan a aparecer en el borde de todos los caminos, el cuerpo ennegrecido de los leprosos se destaca a lo lejos. Ojalá que pronto nuestra época se tienda al paso de Jesús y le pida que le toque con su mano ¿sanará?…
Es indispensable poner en la obra inmensa de evangelizar a nuestra época, la partícula, la levadura, que movida y fermentada por el dedo de Dios llene las alforjas vacías de nuestro siglo con el pan fuerte, vivo y salvador de la palabra eterna.
Marzo de 1926
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