Pienso que para todos ha sido una gran sorpresa saber que Bob Dylan se lleva este año el Nobel de Literatura. No hace falta ser un experto bibliófilo ni un musicómano para asombrarse del curioso empalme. También es cierto que no se le puede dar gusto a todos, y rápidamente han salido a relucir aquellos para quienes antes de Dylan hay otros músicos más importantes, mientras otros ven empobrecida la buena literatura por otorgarle el máximo galardón a un compositor de música popular y no a un literato de academia, libros publicados, casa editorial, etcétera. Lo que nadie duda es que Robert Allen Zimmerman (verdadero nombre de Bob) es un ícono, tiene talento y sus letras son buenas.
Personalmente me sorprendió también por la trayectoria vital del artista. No es un secreto que fue un luchador social durante los sesentas, y que una década más tarde, gracias a los golpes de la vida, abrazó con pasión la fe cristiana. Todo en su vida lo ha hecho apasionadamente, y su conversión no ha sido una excepción.
La profundidad de sus letras refleja la hondura de su vida, pues esa conversión no supuso una moda momentánea, fruto de las inclemencias de la vida, que pasaría a ser rápidamente olvidada, un recuerdo que apenas dejó huella. Por el contrario, conformó parte de su identidad, la cual se ha aquilatado con el tiempo, como él mismo reconoce: “ahora salgo y digo que Jesucristo es la respuesta”. Es decir, se otorga el Nobel a un converso al cristianismo, que lejos de ocultarlo hace profesión pública, dejando testimonio en las letras de sus canciones (“sólo hay un camino… y conduce al Calvario”), en los nombres de las mismas (“When He returns”, “Cuando Él regrese”) o en los títulos de sus álbumes (“Saved”, “Salvado”).
Se trata entonces, no sólo de la conversión de Dylan, sino también de lo que podríamos llamar, la conversión de la Academia. En efecto, es conocida su marcada tendencia irreligiosa, cuando no anticristiana. Baste pensar, por ejemplo, en el pertinaz rechazo de personalidades católicas que mucho han hecho por la paz en el mundo, como es el caso de san Juan Pablo II o Francisco, entregándole en cambio el Nobel a Obama, que ni cumplió su promesa de cerrar Guantánamo, ni se ha caracterizado por pacifista, como muestran los dolorosos hechos de Siria.
Hicieron una excepción con santa Teresa de Calcuta, quizá porque no otorgárselo supondría perder credibilidad. Pero, como bien dejó claro para que no hubiera lugar a dudas el Dr. Arthur Lundkvist, miembro del jurado de la Academia, que por décadas se opuso a que se le otorgara el Nobel de Literatura a Graham Greene, al ser preguntado por el motivo después de la muerte de este último: “Porque es católico”.
Dylan no es católico (quizá eso lo salvó), pero sí un cristiano que no ha dudado en cantar durante el Congreso Eucarístico de Bolonia en 1997 delante de san Juan Pablo II, quien a su vez aprovechó la oportunidad para sacar punta sobrenatural a una de las canciones legendarias del premiado (Blowin’ in the wind). “¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de convertirse en hombre?”, se preguntó, para responder decididamente: “Hay uno sólo: ¡Cristo es el camino que el hombre tiene que recorrer antes de ser llamado hombre!”
Efectivamente, la fe y el cristianismo siguen siendo una poderosa fuente de inspiración artística; y cuando se hermana el contenido de la fe con la forma artística, se consiguen algunas de las más vigorosas ventanas a la trascendencia que la humanidad puede alcanzar. En este aspecto el mensaje del Nobel es profundamente esperanzador: el ser humano sigue buscando lo trascendente, el más allá, incluso en las formas artísticas más insospechadas, como pueden ser el folk o el rock.
“La belleza salvará al mundo”, sentenció Dostoievski. Ella se encarna en formas artísticas, también en el rock y se carga de un contenido más profundo, de un rico mensaje, si está empapada por la fe. La música no precisa ser religiosa para estar impregnada de fe, y muchas veces la transmite mejor sin decirla, precisamente porque está implícita, porque toda esa belleza interpela al espíritu, toca hondamente al hombre, muchas veces a un hombre que se cierra al discurso religioso, pero que se encuentra inerme frente a la belleza artística.
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