Los noticieros de todo el mundo se han hecho eco, una vez más, de la terrible crisis que se cierne sobre Oriente Medio: Siria, en concreto, y que va siendo ya muy larga y alarmante al mismo tiempo.
Francisco invitó a todo el mundo, unos años atrás, a orar por la paz precisamente en una crisis análoga, que presagiaba una conflagración mundial. Como por arte de magia se desvanecieron las tensiones -no así el drama de Siria, que parece no tener fin-. Apenas en diciembre pasado celebrábamos el fin del Estado Islámico, pero ahora nuevamente la tensión internacional está al límite mientras, impotentes, estamos a la expectativa de poder alcanzar un arreglo diplomático.
Hace unos meses, estuvimos en vilo con las tensiones entre Corea del Norte y Estados Unidos, que presagiaban también un posible conflicto nuclear. Las Olimpiadas de Invierno y el diálogo entre las dos Coreas disiparon los nubarrones de guerra y parece ser que se han enfriado las tensiones entre coreanos del norte y estadounidenses, pero no acabamos de salir de una posible crisis nuclear, cuando entramos en otra.
La cadencia de conflictos y el peligro de su potencial destructividad invitan a reflexionar: ¿Hay futuro para la humanidad? Ahora no podemos hacer mucho, aparte de orar por la paz, confiando en que Dios con su Providencia algo tiene que decir en la historia y nos prepara algo mejor, sobre todo por su Misericordia, que en expresión de san Juan Pablo II, pone límite a la capacidad de mal y destrucción que anida en el corazón humano.
¿Cómo hemos llegado a este extremo?, ¿cómo es posible que a cada momento vivamos con “el Jesús en la boca”, amenazados por la suma de todos los miedos, por el temor de un conflicto mundial, por la posibilidad de una guerra nuclear? Algo estamos haciendo mal y hay que ir a las raíces. La oración y la diplomacia pueden superar este problema, pero si no hacemos algo al respecto y como nos lo demuestra la misma historia, esto será tan solo un continuo, lamentable y tenso ir y venir.
Sin duda, en el fondo de todo este caos hay una crisis moral. Es decir, a un impresionante desarrollo científico y tecnológico no le ha correspondido un progreso moral en la sociedad; sino todo lo contrario. Dicho mal y pronto, hay una desproporción ente crecimiento técnico y retroceso moral.
¿Cuál es la solución? Darle un rol protagónico a las humanidades. Cuando, para un Estado, son más importantes las matemáticas y la técnica que las humanidades, no podremos extrañarnos después de que carezcamos de las herramientas conceptuales necesarias para saber que no todo lo que podemos hacer técnicamente debemos hacerlo.
Y eso es precisamente lo que está ocurriendo: nos hemos convertido en grandes piezas de una sociedad monstruosa, sin la capacidad crítica para dirigirla. Nos hemos vuelto engranajes de un sistema inhumano, sin opción a cuestionarlo y orientarlo. Todo se sacrifica al éxito, a la producción, a la productividad, al crecimiento económico. No se nos dice nada del porqué de esa frenética carrera, ni cómo resolver los inevitables conflictos que surgen de esa inhumana competición.
Es preciso, repito, recuperar el valor inconmensurable de las humanidades, de la reflexión y de la ética. Veremos que, con el tiempo, ellas sanearán la política y, presumiblemente, dejaremos de pasar por estos sustos continuos.
No esperemos a que sea demasiado tarde. Siempre es tiempo de redescubrir que el factor humano es más importante que el éxito, la eficacia y la productividad. La dignidad humana nos recuerda que somos parte de la naturaleza, pero la trascendemos y que, además de las ventajas personales o nacionales, existen otros criterios de actuación que vale la pena considerar atentamente.
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