“Más le vale a un hombre confesar sus caídas que endurecer su corazón” (San Clemente Romano). Leyendo el breviario –el libro de oraciones de los sacerdotes católicos- me encontré con esta cita de uno de los santos más antiguos, martirizado a finales del siglo I. Pensé, ¡qué actual esta enseñanza!, y ¡cuántas personas endurecen su corazón! ¡Cómo nos cuesta rectificar el camino y reconocer, simple y llanamente, que nos hemos equivocado!
Al meditar sobre ello, he redescubierto el poder liberador del sacramento de la confesión. Nos quita pesos de encima, pesos que innecesariamente nos empeñamos en llevar, cuando con una exquisita sencillez –el rito de la penitencia- podríamos dejarlos todos en manos de Dios, en vez de andar arrastrando, dolientes, nuestras culpas. Al escribir estas líneas no hablo de teorías, sino de la experiencia personal íntima, y de la experiencia de muchas personas a las que me ha tocado atender en confesión, quizá después de largos años sin acudir a ella.
¿Por qué nos cuesta tanto confesar nuestras culpas? Pienso que –entre otros motivos- porque debemos reconocer, con humildad, que no somos como nos gustaría ser, que no somos muchas veces como pensamos ser. Se torna evidente la desproporción entre nuestro “yo” ideal y el “yo” real. Muchas personas, simplemente, no son capaces de soportarlo, de reconocerlo. Olvidan una de las máximas más reveladoras de toda la Sagrada Escritura: “la verdad os hará libres”; solo podemos alcanzar la libertad auténtica desde la verdad sobre nosotros mismos. Lo contrario es cimentar la propia vida en las tierras movedizas de la apariencia y la simulación; sobre la mentira que, por bella que esta sea, no deja de ser mentira. Lo triste es que muchas personas se empeñan en cerrar los ojos a la realidad, en negarla; prefieren barrer debajo de la alfombra y, finalmente, eluden aterrorizados las realidades que pueden encontrar ahí. Es como tener un muerto en el armario, mejor no abrirlo.
Ahora bien, lo normal será no reconocer que, en el fondo, no queremos encontrarnos con nosotros mismos, porque preferimos la imagen ideal, aunque falsa de nosotros. Hay que tener entonces la respuesta oportuna, con la que nos engañamos fácilmente. “¿Por qué voy a manifestar mis faltas a un hombre, probablemente más pecador que yo?” Es muy cierto que el sacerdote puede ser más pecador que el penitente, pero el tema no es ese, sino la falta de fe. Con el lente de la fe, lente que me permite acceder a la realidad como es, no para deformarla, no veo al padre fulano o mengano, veo a Jesucristo, que me perdona a través de ese sacerdote. Nuevamente las escrituras vienen en nuestro auxilio para confirmar nuestra creencia: “recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados, a quienes se los retuviereis, les quedarán retenidos”.
Ahora bien, ¿qué sucede si carezco de fe? Efectivamente, sin fe, no funciona la confesión, por eso la fe nos ofrece una herramienta valiosísima para encarar lo peor de nosotros mismos. Pero es verdad, tristemente, cada vez menos personas tienen una fe viva, que les permita sacar fruto de la confesión. A veces no es que se carezca de fe, simplemente está ahí, arrumbada, empolvada por falta de uso. Una buena confesión ayuda a recobrarla. Recuerdo casos de personas con 40 o hasta 50 años sin haberse confesado, y que así ha sido. Pero hay quienes nunca han tenido fe, porque sus padres no se las trasmitieron de pequeños. En esos casos, el drama de la culpa, el peligro de endurecer el alma, es más vivo. Una solución a medias puede ser ir a terapia psicológica, para hacer el esfuerzo de encararse con uno mismo y aceptar la realidad tal y como es.
En cualquier caso, un alma que dobla su rodilla y confiesa sus culpas, es siempre un alma grande y un alma libre. Un alma que se libera de los pesos onerosos, con una sencillez propia de las obras divinas. Muchas veces me he encontrado con gente que se molesta: “¡cómo!, ¿así tan fácil se libera de sus culpas un ladrón o un asesino?” La respuesta es simplemente “sí, así de fácil, porque el Rostro de Dios es la Misericordia”. Otra cosa es el delito, del que no se liberan tan fácilmente, pero, incluso la pena justa merecida por las culpas, es bien recibida por quien vive plenamente la confesión, pues necesita un espacio para hacer penitencia por sus pecados, espacio que viene dado por la prisión en el caso del delincuente. En fin, lo que me parece meridianamente claro es el dicho: “más le vale al hombre confesar sus caídas que endurecer su corazón”.
Te puede interesar: Un beato poco conocido
* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de voxfides.com