El asesinato del sacerdote Jacques Hamel, en el norte de Francia, fue ideado para despertar el odio entre los católicos. El intento fracasó rotundamente y provocó el efecto contrario.
En este diario, en su edición del lunes, aparece en portada una conmovedora fotografía. Al fondo se aprecia una pintura de Cristo crucificado. Junto a él, casi abrazándolo, se encuentra san Francisco de Asís. Se miran a los ojos con ternura, mientras el Poverello muestra el estigma de la cruz de su mano derecha. En primer plano, un grupo de musulmanes asisten a la misa en memoria del sacerdote mártir, para acompañar y dar el pésame a los cristianos. También estuvieron presentes miembros de la comunidad judía y otras más.
Me quedé observando, mejor aún, contemplando esta imagen. Es el escándalo y la locura de la Cruz. Ante Jesús no hay creyentes o paganos, libres o esclavos, hombres o mujeres, enemigos o aliados. Jesús rompió las barreras levantadas en Babel por la estulticia humana, para abrazar desde la cruz a cada persona y a todas las personas. La fuerza humanizadora del cristianismo es reconocible por la razón, incluso prescindiendo de la revelación. No hace falta creer que Jesús de Nazaret es Dios y hombre verdadero, como confesamos los cristianos, para entender la potencia de su palabra, mensaje y sacrificio. Hoy, me parece, su significado es claro y elocuente.
El cristianismo es una religión difícil. Lo primero es que no reporta ningún privilegio ante Dios, ni siquiera la salvación eterna pues está abierta a todos los justos. En una de las fórmulas del credo se afirma que, al morir en la Cruz, Jesús descendió a los infiernos. Los padres de la Iglesia lo entendían como el momento supremo de la liberación de los justos. Joseph Ratzinger, sin duda el más grande teólogo de nuestros días, tiene palabras muy profundas sobre el particular en su libro Introducción al Cristianismo, obra de gran provecho para los seguidores del Nazareno y la mejor presentación para cuantos quieran curiosear en nuestra fe.
Los cristianos, sin privilegio alguno, estamos llamados a tender puentes y derribar muros (sean de hierro o de nopal, no importa). Para seguir a Jesús es necesario negarse a sí mismo, cargar cada quien su cruz, ponerse en sus manos y esforzarse por ser sal de la tierra, luz del mundo, levadura en la masa, lámpara en la ventana en medio de la noche; y hacerlo sin aspavientos, con la humildad de un simple y diminuto grano de mostaza. En este afán nada está garantizado, únicamente el amoroso acompañamiento del Señor de la misericordia, haciendo familia con el común de sus seguidores. Un caminar con Jesús en la Iglesia que los creyentes llamamos gracia, la cual no nos exenta de caer, del dolor y el sufrimiento; pero que es la única razón de nuestro gozo y esperanza, el motivo de nuestra alegría.
El cristianismo no es una religión de contentillo, ni se puede vivir a la carta como en restaurante de lujo, reservado a los privilegiados. Implica asumir, en ocasiones, el incómodo amor de Dios desde mis limitaciones, para vivir la vida como una hermosa aventura de servicio al prójimo, en lo más cotidiano de nuestra cotidiana existencia, ahí donde Dios nos mande, ponga o siembre.
En la recién terminada Jornada Mundial de la Juventud de Cracovia, Polonia, la belleza de la exigencia de Jesús quedó manifiesta. Entre sus muchas actividades, los jóvenes se encontraron con el papa Francisco. Como sus predecesores Benedicto XVI y san Juan Pablo II, estuvo muy lejos de apapachar escuincles con palabras lindas, para justificar cualquier barbaridad. Tampoco los jóvenes católicos ahí reunidos por cientos de miles lo pedían, ni lo esperaban. En esta lógica, fue un encuentro contracultural.
En sus intercambios y alocuciones, discursos y homilías, Francisco puso frente a cada uno de los asistentes los retos propios de los seguidores del Nazareno. Los invitó a una vida de exigencia, de entrega en el servicio, para ser discípulos y misioneros de Cristo en medio de un mundo violento e injusto. Y la chamacada respondió con entusiasmo, sin romanticismos, ni vanas ilusiones. Entre ellos estaban algunos jóvenes cristianos perseguidos de Medio Oriente, quienes dieron testimonio de su esperanza y, por supuesto, el martirio del anciano pastor francés.
Al terminar de contemplar aquella fotografía, bajé el periódico y compartí una sonrisa con mi esposa. La Cruz siempre ha sido escándalo y locura para el mundo.
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