Hace 100 años la Virgen María se apareció a tres humildes pastorcillos en Fátima, Portugal. Ahora, el Papa Francisco declara santos a dos de ellos (Jacinta y Francisco) en medio de una inmensa multitud en uno de los santuarios marianos más importantes del planeta, así como uno de los lugares de peregrinación más visitados del mundo.
La pregunta que queda en el aire es, sin embargo, ¿qué ha sido del mensaje de Fátima?, ¿hemos acogido su invitación?
Si tomamos como base el texto oficial de los famosos “3 secretos”, la Virgen cumplió su parte, pues nazismo y comunismo fueron abatidos y el Papa san Juan Pablo II pudo librar una muerte segura, durante el atentado sufrido precisamente un 13 de mayo. ¿Hemos cumplido la nuestra?, ¿en qué consiste esa parte? El mensaje de Fátima en realidad es muy simple: invita a rezar el rosario y a hacer penitencia pidiendo por la conversión de los pobres pecadores. A un siglo de distancia tal mensaje se difumina, y en cambio, se oscurece el sentido mismo de la oración y la penitencia. La tierra entera se encuentra en un movimiento de secularización que parece imparable, es decir, en un empeño por echar a Dios de cualquier dimensión social o moral.
Frecuentemente, el mensaje de Fátima se ha interpretado con un prisma apocalíptico. Una especie de amenaza del Cielo que nos invita a la conversión bajo la pena de severos castigos, especialmente catástrofes naturales. Realmente esa visión no deja de ser curiosa, pues parece obviar de un plumazo la imagen de Dios que nos transmite Jesucristo: un Padre misericordioso, ávido de perdonar. Sin embargo, creo que la fe sencilla del pueblo cristiano contiene una intuición cierta: si bien no se trata de castigos en forma de catástrofes naturales, no significa que no exista una penalidad. Sin embargo, ésta consistiría precisamente en el abandono de Dios. La absoluta soledad en la que se encuentra el hombre, arrojado en la inmensidad del universo, si prescinde de su Creador.
En efecto, esta ausencia genera un vacío existencial pavoroso. No se precisan diluvios, terremotos, tsunamis, meteoritos, y toda catástrofe que el imaginario popular pueda suponer. La pena más honda, como sucede con el infierno, consiste en la pérdida de Dios, que nos lleva a destruirnos a nosotros mismos.
La orgullosa civilización secular que presume de no necesitar de Dios se destruye a sí misma. La dramática caída de la natalidad, la difusión del aborto o la eutanasia, la violencia y las guerras no dejan mentir. Pero no sólo es que acaba con la vida, también termina con el gusto de vivir. No puede ser otra la factura que pasa el desmantelamiento de la familia: el hombre se ve arrojado inmediatamente en el hostil ambiente de la sociedad, donde cada uno da culto a su propia individualidad y persigue sus propios intereses de espalda a los demás. El alto índice de suicidios, adicciones, depresiones y demás enfermedades mentales propias de los países desarrollados son consecuencia de esta dolorosa carencia.
Ahora bien, la pérdida del sentido de lo divino y lo sobrenatural no afecta exclusivamente a la sociedad secular. Por desgracia también alcanza a la Iglesia, en la cual paulatinamente se ha ido perdiendo el sentido de lo sagrado, el respeto a la divinidad. Poco a poco se va convirtiendo en una ONG asistencial, donde a la postre puede terminar estorbando Jesucristo, pues podría ser culpado de la división entre los hombres, y en consecuencia amablemente excluido para evitar incomodar a nadie. Dios ya no es el centro de la Iglesia, ni su función básica es la liturgia, como alabanza de Dios.
Es verdad que se busca todavía a Dios en el hombre que sufre, pero corre el riesgo de perder a Dios para quedarse sólo con el hombre. Cuando lo haga, perderá la fuerza vital para atenderlo, la motivación suprema que la hace inasequible al desaliento, llevándola a crecerse en medio de las dificultades.
Por todo lo anterior, a 100 años de Fátima, la situación se torna más dramática. Si hace un siglo estábamos necesitados de la intercesión materna de la Virgen y de la Misericordia de Dios, ahora lo estamos mucho más. Es precisamente ese desvalimiento, esa pobreza, esa carencia radical nuestra mejor carta de recomendación, el título más valioso que nos permite reclamar su auxilio maternal. A 100 años de Fátima sólo podemos decir: “Madre, ahora te necesitamos más que nunca, nosotros personalmente y el mundo en su totalidad, no nos dejes”.
Doctor en Filosofía
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