Fe para mover montañas… humanas

Decía el sacerdote oficiante que es la fe la que nos mueve a hacer cosas, como ir al templo, a misa, o para atender al próximo. Muy cierto. La fe nos mueve a cumplir la voluntad del Padre, como pidió Jesús: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mateo 7, 21).

La fe nos pone en movimiento, nos invita a la acción por el bien del prójimo. Los inmóviles que no hacen el mal pero tampoco el bien, no tienen fe, está muerta (Santiago, 2; 26). Si la tuvieran como suponen, harían la voluntad del Padre.

¿Por qué cuidamos a los necesitados, a los enfermos, pedimos por los difuntos, visitamos a los presos, damos de comer y beber al necesitado, enseñamos al ignorante? Porque se vive la fe.

La fe viviente nos mueve a ser mejores personas, a ser mejores hijos de Dios, a estar más cerca de Él, a superar nuestras debilidades y a robustecer nuestras fortalezas, como seres humanos y buenos seguidores del Señor. La fe nos lleva, sin temor ni vacilación, a poner al servicio del prójimo esos talentos que el Señor haya puesto en nosotros, en vez de enterrarlos como un inservible tesoro.

La fe sola, manifestada como una gran emoción del corazón, que no pasa de allí, ni es fe ni sirve para nada. ¡Señor, yo creo! Dicen algunos, y se quedan sentaditos alegrándose de su presunta fe, hasta con lágrimas de emoción. Pero para toda conducta humana, es la fe en lo que creemos lo que nos lleva a la acción, a vivir esa fe en obras. Como yo creo en la familia y en la paternidad, por ejemplo, atiendo a mis parientes, cuido a los hijos.

San Pablo nos escribió sin dejarnos lugar duda: “Aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy” (I Corintios 13,2,). Santiago es también directo respecto a la fe (2; 14-17): “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta”.

Mover montañas por fe, es algo simbólico de Jesús, pues cambiar un montón de piedras de lugar no tendrá mayor trascendencia, pero mover las montañas humanas, eso sí es valioso. Por vivir mi fe, y no guardarla como un sentimentalismo, me muevo a ser mejor ante Dios y ante los hombres, por vivir mi fe, velo y me ocupo de las necesidades del prójimo, hago la voluntad del Padre.

Hay dureza en el corazón de muchos hombres (enormes montañas), que hacen el mal en lugar del bien, o simplemente no hacen nada frente al mal de otros. Mover esas montañas es posible con una fe orante. Pedir insistentemente y de preferencia unidos, con profunda fe, que el Señor mueva los corazones de los malvados y de los insensibles, y el Señor lo concede. La fe es nuestra íntima unión con Dios, en permanente oración, en palabras y en obras.

La fe es un regalo de Dios, difícilmente alguien decide por sí mismo que va a tener fe y la recibe. El Señor la otorga cuando se le pide fervientemente, y teniendo esa fe, la persona decidirá si la vive en el servicio al prójimo y cumple la voluntad del Padre, o se la queda en el fondo de un corazón sin Dios; la mata.

Vivamos la fe con alegría y sin descanso, el Señor nos recompensará a la hora del Juicio: “Venid benditos de mi Padre…” Pidamos al Señor que nos conserve el don de la fe y la aumente cada día de nuestra vida, y así también cada día podamos vivirla más intensamente a su servicio.

 

 

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