El calendario es inexorable. Cada año llega a su fin, la vida se nos escurre entre las manos. Independientemente de cómo lo celebremos: comer uvas, tronar cohetes, dar la vuelta a la cuadra con la maleta, comer pavo, lechón, romeritos o bacalao, el 31 de diciembre nos coloca delante de dos realidades que invitan a reflexionar: la temporalidad y la responsabilidad en nuestra vida.
La conciencia de la temporalidad, así como de los ciclos que tenemos en la vida, se torna más aguda. Si bien es convencional la fecha con la cual damos el paso de un año al siguiente, ese fenómeno social nos coloca delante del devenir histórico de nuestra existencia.
Más allá de toda consideración poética, la vida se nos escapa de las manos. Quizá la conciencia se torne más aguda, cuando no lacerante, en aquellas ocasiones en las que al llegar el fin de año falta alguien importante para nosotros, alguien con quien anteriormente celebrábamos el nuevo año y con quien no lo celebraremos nunca más.
La conciencia de la ausencia nos enfrenta de lleno al enigma de la existencia, de la vida, de nuestra propia “provisionalidad” o temporalidad. Nos damos cuenta de que alguna vez la ausencia la constituiremos nosotros, o quizá se encenderá la angustia por la incertidumbre sobre quién será el que celebre por última vez este paso.
La temporalidad nos lleva de la mano a la memoria. Fin de año es un buen momento para recordar y, por qué no, también para proyectar. Pero memoria y proyecto nos colocan frente al segundo elemento que puede adquirir una particular viveza al concluir el año: la responsabilidad.
En efecto, la memoria nos trae al presente lo que hemos hecho, lo que hemos vivido, lo que nos ha pasado. Lo normal será que haya un poco de todo: realidades buenas, errores, fracasos, triunfos, alegrías, monotonía, rutina. En cualquier caso, en nuestro interior somos conscientes de que, sea lo que fuere, es nuestra vida: nadie la puede vivir por nosotros, y la vivimos una sola vez. No hay “repetición instantánea”, las oportunidades se toman o se van, estamos en el lugar adecuado o despistados.
En esos casos, de poco sirve buscar culpables sobre quien descargar nuestra propia responsabilidad o nuestra frustración. Es verdad que vivimos en el seno de una sociedad, interactuamos, hay personas que nos facilitan el camino mientras que otras lo obstaculizan. Pero, en cualquier caso, lo que depende absolutamente de nosotros es lo que hacemos, y también, aunque se olvida con frecuencia, cómo tomamos aquello que no depende de nosotros. Hay realidades que escapan a nuestra voluntad, lo que no escapa a ella es cómo las vivimos, la actitud que tomamos. Siempre puede quedar un remanente positivo, siempre podemos crecer y ganar, aunque sea, experiencia.
Las experiencias negativas nos pueden hundir, frenar, o, por el contrario, hacer crecer, enriquecer. Nuestra libertad permanece intacta ante ellas. Si tenemos inteligencia y una voluntad templada, podremos capear las tormentas vitales que se presenten. Esa libertad es correlativa a la responsabilidad por nuestras decisiones, por lo que hemos hecho, por cómo hemos vivido.
El fin de año nos puede mostrar, si hacemos un examen interior, lo cual es muy recomendable, cómo nos estamos “construyendo”, o “en qué nos estamos convirtiendo”. Es decir, los actos, las decisiones que tomamos no sólo afectan nuestro entorno, sino que nos van construyendo interiormente. Es la labor dura del examen, pues a veces nos cuesta aceptar lo que en realidad somos, sobre todo cuando lo contrastamos con lo que habríamos podido ser o hubiéramos querido ser.
Por eso, el fin del año puede afrontarse con una triple actitud, según el consejo del Beato Álvaro del Portillo: “gracias”, “perdón”, “ayúdame más”. Obviamente dirigiendo ese diálogo a Dios, aunque puede hacerse extensivo a quienes conviven con nosotros más de cerca.
Gracias por las cosas buenas que hemos hecho, y que indudablemente hemos realizado con la ayuda divina y de otras personas; perdón por los errores, que nunca faltan y es bueno reconocer para rectificar; ayuda a Dios para mejorar y no resignarnos con la derrota o la mediocridad.
En efecto, la temporalidad nos enfrenta con la vida en el horizonte de la muerte, impulsándonos a “sacarle jugo”, realizando todo el bien que seamos capaces, a través de las oportunidades que surjan o que provoquemos, sabiendo que de algún modo Dios nos espera allí, pudiendo “darle a cada instante -en expresión de san Josemaría Escrivá de Balaguer- “vibración de eternidad”.
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