Realmente sorprendentes y dolorosas son las imágenes que muestran a las iglesias de la Asunción y san Francisco de Borja en llamas, en el centro de Santiago. Representan la materialización del odio y la sinrazón, así como el oportunismo cobarde de facciones radicales, que buscan polarizar la opinión pública incitando al odio y la violencia.
Uno se pregunta, ¿qué tiene que ver la quema de iglesias con el aniversario de las manifestaciones masivas en Chile? ¿Qué relación existe entre la destrucción de monumentos religiosos y el plebiscito para elaborar o no una nueva constitución? La respuesta es clara, nada. El mal es irracional, la violencia absurda. No hay que buscar una justificación racional de los hechos, pues representan la embriaguez del absurdo. ¿Para qué? Para infundir miedo en la sociedad y, si es posible, tomar arteramente el control de la misma. ¿Qué debo hacer si soy minoría para conseguir poder político? Crear caos y miedo, porque entonces la gente se deja arrastrar por sus emociones, no tiene tiempo para pensar fríamente, de forma que lo imposible puede hacerse realidad.
Ahora bien, como cristianos y como ciudadanos estamos indignados. No hace falta que seamos chilenos para estarlo, pues se pisotean nuestros sentimientos religiosos con ocasión de su cuestionable protesta política. Como católicos no podemos responder con la misma moneda, pues resultaría más anticristiano que la misma quema de iglesias. No podemos contribuir a alimentar la espiral del odio y la violencia. “No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad”, diría oportunamente san Josemaría.
Pero tampoco podemos quedarnos parados, sin hacer nada, simplemente lamentándonos de los tristes hechos. No podemos ser cómplices pasivos de “los bárbaros”, pues “el que calla otorga”, y como ciudadanos no podemos resignarnos a que la barbarie sustituya siglos de civilización, cultura y convivencia. Como sociedad democrática deberíamos hacer posible la manifestación política pacífica y civilizada, de forma que exista la posibilidad real de castigar y controlar a los revoltosos oportunistas que impunemente violan el estado de derecho. No podemos, simplemente, ver cómo desaparece la civilización por obra de unos desarrapados audaces.
El problema es que los radicales excluyen expresamente el diálogo racional. La razón juega en su contra y lo saben. Por ello, la alternativa es doble. Primeramente, las personas de fe tendrían que tener el valor de salir a defender sus templos, los ciudadanos en general sus monumentos. En segundo lugar, la sociedad civil debe exigir al estado que sea capaz de mantener el orden público, la paz, la seguridad. Porque no es justa la quema de iglesias, ni el saqueo de negocios, ni vandalizar monumentos o la infraestructura pública. La violencia es ilegítima en el estado de derecho, descalifica la causa que la motiva y pone en peligro a la sociedad y sus instituciones. Como sociedad, como ciudadanos, no podemos dejarnos secuestrar masivamente por un grupo minoritario de radicales exaltados.
La misión de la Iglesia es sobrenatural, está por encima de ideologías políticas y sociales. Su tarea es hacer posible la comunión con Dios y entre los hombres, hacer posible la fraternidad social, de forma que podamos ir del brazo con quien piensa distinto de nosotros. La Iglesia es un misterio de comunión, busca crear unidad ahí donde solo hay división. La Iglesia chilena tiene ahora un gran desafío, pero la Iglesia no es solo ni principalmente la jerarquía; la Iglesia es cada uno de los bautizados, y ellos son los responsables de restañar las heridas de la división y de encontrar el camino del diálogo.
A los demás no nos queda sino manifestar nuestro dolor y nuestra inconformidad por los tristes eventos, mientras brindamos el apoyo de nuestra oración: por los fanáticos radicales que canalizan su odio hacia los monumentos religiosos, así como por los cristianos y ciudadanos responsables que buscan fomentar la unidad, el diálogo y hacer frente a la enconada división que enfrenta la sociedad chilena, y que ha encontrado su chivo expiatorio en las iglesias.
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