Francisco y la dama pobreza: Matrimonio que fecundó el Nuevo Mundo

La fidelidad al ideal de imitar a Cristo es lo que dio vida y fecundidad al mundo prehispánico que aguardaba el Evangelio, que es el sello de Cristo. Y en la perseverancia del Evangelio de Cristo se concibe la civilización de la alegría y la paz.

En un mundo donde el conocimiento no trasciende más allá de la lógica de la transacción relativista y secularizadora, sin darnos cuenta el proceso iniciado con las palabras que recordamos en Mt. 28, 18-20 continúa. Las palabras dirigidas a un grupo de once discípulos para que vayan al mundo, no para tener éxito, sino para cumplir una misión. La misión de llevar la caridad de Cristo al Nuevo Mundo para preparar y fundar la civilización de los redimidos, se vio engalanada por la pobreza franciscana de los Doce Apóstoles, de América, franciscanos en 1524.

No podía ser de otra manera. Cuando la Solemnidad del Sermón de la Montaña, Cristo el Nuevo Moisés, proclama la Carta Magna de la verdadera felicidad (Mt. 5, 3-12). La causa de esta felicidad desconcertante y contradictoria a la naturaleza humana, es que la misión de anunciar a Cristo supera todo sufrimiento y obstáculo en la propagación del reinado de Dios. Y mientras mayor sea la fidelidad empeñada, mayor es la presencia y el apremio de la intervención divina para que los infieles conozcan y se vuelvan a Dios.

Pues de manera semejante, Fray Francisco de los Ángeles, ministro general de los franciscanos en 1523, envió a sus doce compañeros con palabras como éstas: “Porque en esta tierra de la Nueva España…, Cristo no goza de las ánimas que con su sangre compró… Y sintiendo esto, y siguiendo las pisadas de nuestro padre San Francisco, acordé enviaros a aquellas partes, mandando en virtud de santa obediencia aceptéis este trabajoso peregrinaje”.

Les recuerda cómo los apóstoles anduvieron “por el mundo predicando la fe con mucha pobreza y trabajos, levantando la bandera de la Cruz en partes extrañas, en cuya demanda perdieron la vida con mucha alegría por amor de Dios y del prójimo, sabiendo que en estos dos mandamientos se encierra toda la ley y profetas”.

Con estos precedentes, nuestra civilización -como lo atestiguan numerosos templos, monumentos y obras diversas- se plantó y desarrolló en torno a una iglesia, mas no a una factoría, como sucedió con los colonos protestantes. “El misionero penetraba en el corazón de los países y erigía, no un negocio, sino una iglesia, y a su sombra florecía la vida civil. Nuestros pueblos nacieron de la fe, no del comercio”. Y fueron apóstoles los que labraron el alma de México (y de los países hispanoamericanos) y fijaron su destino perenne.

Así sucede cuando no se pretende ningún bien o interés temporal, sino una verdadera misión de servicio sostenida por la fe, la humildad, el fervor y muy especialmente por la pobreza y la gratuidad, que identifica al evangelizador con el evangelizado. Pues todo evangelizado posee un deseo inconsciente de una interminable Novedad que cuando la recibe y acepta fielmente, se prolonga en su vida mientras la comparte.

Por eso, los indios andaban tras los doce apóstoles: “y se maravillaron de verlos con tan desarrapado traje, diferente de la gallardía que en los soldados españoles habían visto. Y decían unos a otros: ¿Qué hombres son éstos tan pobres?, ¿qué manera de ropa es ésta que traen? No son éstos como los otros cristianos de Castilla”.

Estos indios, después de un tiempo y circunstancia pertinentes, verán en ellos la sucesión apostólica por la persona de Juan Diego, pobre, sencillo e insignificante, enviado de Santa María de Guadalupe para proclamar las maravillas de Dios al Nuevo Mundo. Tanto, que “en un siglo, un continente se descubrió, se pobló, se colonizó, empezando por crear los medios de sustento que no poseía y en el que fue necesario ‘aclimatar desde las vacas, los caballos y los cerdos, hasta el trigo y los repollos, y las rosas y los claveles’; esto es, muchas de las cosas útiles o bellas que el hombre requiere conocer para vivir”.

Ignorar este conocimiento, es rechazar la autenticidad y novedad de nuestro liderazgo de paz y bien para la humanidad.

 

Centro de Estudios Guadalupanos – UPAEP

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