Francisco y los cardenales

Tradicionalmente se representa a la Virgen del Carmen con el escapulario y sacando de entre las llamas a las almas del purgatorio, para conducirlas al Cielo. Es habitual descubrir en los cuadros, dentro de ese grupo de almas, a algún obispo, pues casi siempre aparece un mitrado en medio de los tormentos, esperando alcanzar consuelo de la Virgen.

Tal parece que Francisco tiene esta piadosa consideración (que el arte ha plasmado con frecuencia) muy presente en su modo de proceder y gobernar la Iglesia.

Cuando habla de reformas en la Iglesia, es muy consciente de que no bastan las estructurales, por buenas que sean, sino que se precisa la reforma del corazón de cada uno de los que formamos parte de ella, y ello incluye primerísimamente a quienes hacen cabeza, particularmente él mismo y los cardenales.

En este sentido, hemos sido testigos de gestos elocuentes y, ¿por qué no?, históricos de renovación dentro de la Iglesia, mucho antes de comenzar a palpar los resultados de la prometida reforma estructural por obra de la comisión de cardenales.

Primero, Francisco sorprendió al mundo cuando, en una jornada penitencial, él mismo acudió al confesonario a recibir el sacramento de la penitencia. En realidad no tiene nada de particular, pues al ser Papa no dejas de ser hombre, y por tanto de tener miserias; los Papas anteriores también lo hacían, pero en privado, no delante de las cámaras, transmitiendo de esa forma Francisco un mensaje concreto de conversión personal y de igualdad, algo así como: “es verdad que soy Papa, pero también soy fiel cristiano, necesitado, al igual que todos, de la misericordia de Dios”.

El segundo gesto de renovación fue el histórico discurso de fin de año a la Curia Romana, es decir, aquellos que en el Vaticano ayudan directamente al Papa en el gobierno de la Iglesia. Tradicionalmente se trataba de un discurso protocolar, en el que los Papas ofrecían un resumen de su actividad durante el año, junto con una visión global de los problemas y retos de la Iglesia y el mundo, que solía ser muy interesante. Francisco se dejó de “cosmovisiones”, y se preocupó directamente de las almas que lo escuchaban. Era la ocasión en la que  estaban todos reunidos, y no la desaprovechó. En sentido coloquial diríamos que “les cantó sus verdades”, pero no con el matiz de herir, sino con el deseo de buscar su conversión. El cardenal Lajolo calificó de histórico ese discurso porque nunca nadie les había dicho esas cosas así de clarito y a la cara. El Papa juzgó que era su deber de Buen Pastor advertirles de los peligros espirituales, verdaderas enfermedades del alma, a los que están expuestos al ejercer su servicio en favor de la Iglesia.

El tercer gesto de renovación en la Iglesia, comenzando por arriba, lo ha tenido recientemente, con el nombramiento de los nuevos 20 cardenales. Tradicionalmente, la dignidad cardenalicia es la más alta concedida en la Iglesia, le confiere a quien la recibe la más alta autoridad, obviamente después del Papa mismo. Siempre se ha entendido la autoridad y la consiguiente dignidad en la Iglesia como ocasión de servicio, pero en la práctica ha sido fácil olvidar lo del servicio y quedarse con la dignidad. Francisco no se ha limitado a recordar una y otra vez que la autoridad en la Iglesia es servicio –los Papas recientes también lo han hecho, pues olvidarlo es una tentación habitual–, sino que ha cambiado las “reglas del juego” a la hora de nombrar cardenales, de forma que nadie pueda desempeñar su función aspirando secretamente en su corazón a esa dignidad.

En efecto, en su último nombramiento de cardenales, sólo uno es de la Curia, es decir, realiza una labor burocrática organizativa, de otra parte necesaria, en el corazón de la Iglesia. Todos los demás son pastores de almas, pero además, de entre ellos, muchos son de lugares que nunca han sido sede cardenalicia, e incluso tres de ellos obispos (no arzobispos), pues sus diócesis o son pequeñas, o están muy alejadas (como los obispos de Tonga y Cabo Verde), lo cual supone una auténtica revolución, un quebrar sorpresivamente los viejos esquemas.

La “sorpresa” alcanzó también a México, pues fue nombrado cardenal Alberto Suárez Inda, arzobispo de Morelia, ciudad lacerada por la violencia y el narcotráfico.

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