Varios videos disponibles hoy día en las redes sociales, en su mayoría publicados, curiosamente, por ciudadanos norteamericanos de ascendencia latinoamericana, han dejado en claro que para esas personas –y probablemente muchos más con ellos– han recibido la reciente encíclica del papa Francisco como si se tratara de un documento redactado por Marx, Lenin o Mao Tse-tung. Se acusa al sumo pontífice de inclinarse por el socialismo galopante o el comunismo. Uno de los argumentos que esas personas ofrecen para apuntalar sus criticas es lo que ellos perciben en el texto de la encíclica como franco intento del papa Bergoglio por satanizar la propiedad privada.
Ignoro si esos críticos han leído completa la encíclica y si se han fijado en todo el soporte escriturístico, patrístico y del Magisterio de la Iglesia al que el papa acude para escribir lo que escribe. El derecho a la propiedad privada, es cierto, es uno de los elementos básico de la Doctrina social de la iglesia. Pero de igual modo lo es lo que los papas recientes, todos ellos colaboradores de la profundización y divulgación de esa misma doctrina, han llamado “destino universal de los bienes”.
La doctrina cristiana deduce lo anterior de la naturaleza misma de los derechos humanos, los cuales –excepto la vida, el pensamiento y la creencia religiosa, que son absolutos– son relativos. El ejercicio personal de un derecho está supeditado obviamente al ejercicio de los derechos de las demás personas. Los derechos están al mismo tiempo orientados a la persona y a la sociedad. Esto es sentido común y revelación divina. Es por ello que el papa, cuando, por ejemplo, en el apartado titulado “Reproponer la función social de la propiedad”, habla de la necesidad de reflexionar en serio sobre el objetivo de poseer bienes materiales, él se apoya en textos concretos de santos padres como Juan Crisóstomo y Gregorio Magno. Cita en su apoyo a varios de sus antecesores recientes como Pablo VI y Juan Pablo II.
En pocas palabras, lo que el actual obispo de Roma ha escrito en su última encíclica no es ninguna novedad en la enseñanza perenne de la Iglesia. Ni siquiera del Antiguo Testamento. Los profetas repiten hasta el cansancio el mandato divino: comparte con los pobres. Isaías, por citar a uno de ellos, transmite el enojo divino contra los que no sólo se desentienden de los pobres, sino que los hacen más pobres: “Ay de los que decretan decretos inicuos, y los escribientes que escriben vejaciones, excluyendo del juicio a los débiles, atropellando el derecho de los míseros de mi pueblo, haciendo de las viudas su botín, y despojando a los huérfanos”. Sabemos por el libro de los Hechos de los Apóstoles que las primitivas comunidades cristianas hacían del compartir los bienes una parte muy importante de la vivencia concreta de su fe.
Alguien comentó que la encíclica pinta con colores muy sombríos los males del neoliberalismo, mientras que nada critica al socialismo y comunismo, los cuales son igualmente pérfidos y enemigos de la verdadera fraternidad. Es cierto que no los menciona por nombre, a diferencia de lo que han hecho en repetidas ocasiones los anteriores pontífices, pero sí señala claramente los efectos de las nuevas estrategias de expansión del socialismo y comunismo. “En varios países una idea de la unidad del pueblo y de la Nación, penetrada por diversas ideologías, crea nuevas formas de egoísmo y de pérdida del sentido social enmascaradas bajo una supuesta defensa de los intereses nacionales”, afirma Francisco casi al inicio del documento. “Son las nuevas formas de colonización cultural.
No nos olvidemos que «los pueblos que enajenan su tradición, y por manía imitativa, violencia impositiva, imperdonable negligencia o apatía, toleran que se les arrebate el alma… pierden, junto con su fisonomía espiritual, su consistencia moral y, finalmente, su independencia ideológica… La mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aún disfrazada detrás de la defensa de algunos valores. Hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar. Por diversos caminos se niega a otros el derecho a existir y a opinar, y para ello se acude a la estrategia de ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos. No se recoge su parte de verdad, sus valores, y de este modo la sociedad se empobrece y se reduce a la prepotencia del más fuerte. La política ya no es así una discusión sana sobre proyectos a largo plazo para el desarrollo de todos y el bien común, sino sólo recetas”, expresa en otra parte.
Lamentablemente, en épocas recientes, rodeados muchos de nosotros los cristianos de una vida razonablemente cómoda y tranquila en lo tocante a satisfactores materiales, tendemos a considerar tales satisfactores como premio a nuestro esfuerzo, ingenio y laboriosidad, y por lo mismo como algo intocable, privado. Dios queda excluido de la ecuación; como si Él no hubiera intervenido en la adquisición de esos bienes materiales. Y lo anterior, obviamente, crea un adormecimiento de nuestra conciencia. Nuestro mundo es lo nuestro, lo que poseemos; lo demás no nos interesa. Esta forma de pensar, lógicamente, hace que cuando el papa nos dice que mientras existan necesidades en el prójimo ese “premio” deja de ser algo intocable y privado, para ser compartido y servir de satisfactor a ese prójimo necesitado, nos sintamos violentados; como si alguien estuviera inmiscuyéndose injustamente en nuestra integridad. Para evitar que su palabra sea tomada como producto de una idea personal, injerencista, el papa recuerda la parábola del Buen Samaritano, palabra del Señor.
Definitivamente no es fácil desprenderse de lo propio. Y lejos del pensamiento papal está la desaparición del derecho a poseer los bienes necesarios para nuestra subsistencia y para llevar a cabo la misión que Dios nos ha encomendado de formar familias, de conducir al mundo a su plenitud. Se trata de mantener los ojos abiertos a las necesidades de los demás y compartir lo propio con ellos.
Es obvio que si todos estuviéramos conscientes de que es necesario que nos desprendamos de parte –muy grande, si las circunstancias así lo demandan– de lo propio en favor de los que no tienen, porque estamos hechos para amar y porque así el mundo será cada vez más parecido a lo que seguramente Dios tiene pensado desde el principio, la vida de todos será mucho más satisfactoria. “En esto conocerá el mundo que ustedes son mis discípulos, dijo el Señor Jesús, en que se aman unos a otros como yo los he amado”. Y sabemos cómo nos amó Él: sin guardarse nada para sí mismo.
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